Las sociedades industriales crearon sus propias drogas
La sociedad industrial introdujo modificaciones
sustanciales en las costumbres de la población. Con relación a las
sociedades rurales pre-existentes, las nuevas ciudades significaron
un pronunciado descenso en la calidad de vida. Miles de trabajadores
y sus familias fueron forzados a vivir en barracones insalubres. Las
tareas eran repetitivas y agotadoras. Los trabajadores, muchas veces muy jóvenes, laboraban 14 o
15 horas por día, para volver en las noches al hacinamiento de sus
hogares.
El
trabajo industrial era insostenible para los obreros, pero también
era muy exigente para gerentes y empresarios. Se trataba de un nuevo
ritmo operativo social que no se regía, a diferencia con lo que
ocurría en épocas pasadas, por los ciclos naturales, sino por la
capacidad de producir más en menos tiempo para satisfacer los
mercados y aumentar las ganancias.
En la sociedad agrícola las actividades productivas y
sociales estaban vinculadas a los fenómenos de la naturaleza: la
siembra en primavera, la cosecha en verano, el almacenamiento en
otoño, y la comercialización en invierno.
Esto se terminó cuando se impuso la sociedad
industrial. La población rural debió mudarse a las ciudades
perdiendo los referentes naturales de sus culturas tradicionales.
Al desarraigarse los campesinos, y al desvincularse las
actividades productivas y sociales de los ciclos de la naturaleza, se
fueron destruyendo gradualmente los remanentes de las antiguas
sociedades de tipo comunitario que aún existían en muchos rincones
del mundo rural.
Si
bien algunos de estos elementos de solidaridad y cooperación
sobrevivieron en las ciudades industriales, las nuevas condiciones
fueron creando otras formas de relacionamiento que debilitaron los
antiguos lazos.
La vida dura, que no dejaba descanso, llevó a que
muchos individuos, se refugiaran en los nuevos brebajes que la propia
sociedad industrial iba desarrollando para facilitar su
funcionamiento. Los productos artificiales que se difundieron más
rápidamente, probablemente debido a su precio bajo, fueron las
aguardientes.
El
proceso industrial imperialista facilitó el acceso a estas nuevas
bebidas. Portugueses y españoles primero, y luego los franceses,
ingleses y holandeses, habían establecido numerosas plantaciones de
caña de azúcar en tierras coloniales con mano de obra esclava. Una
parte importante de la producción de caña era utilizada para la
preparación de bebidas alcohólicas destiladas, que luego eran
transportadas a las ciudades europeas. Debido a ello, una de los
primeras impactos que tuvo la urbanización industrial en la clase
trabajadora fue la difusión masiva del alcoholismo.
Atrás del alcohol destilado llegaron los tabacos
industriales. En poco tiempo toda la sociedad, ricos y pobres,
estaban consumiendo tabaco en forma indiscriminada. Todos los días
se fumaban miles de toneladas de tabaco, ya sea bajo la forma de
cigarros o, a partir de mediados del siglo XIX, de cigarrillos,
también armados industrialmente, dentro de una hoja de papel
inflamable.
Al mismo tiempo el poder imperial inglés comenzó a
promover la difusión de otras sustancias estimulantes con fines
análogos: el té de Asia, el café de Africa y del Medio Oriente y
el chocolate americano. Todos estos productos son ricos en cafeína,
un estimulante moderado, con efectos relativamente inocuos sobre la
salud en el corto plazo. A largo plazo, en cambio, el consumo de este
alcaloide da lugar a una hiperactividad que se manifiesta en
trastornos nerviosos y circulatorios.
Gradualmente, los habitantes de las ciudades
industriales se fueron acostumbrando a una dosis diaria relativamente
elevada de cafeína que facilitó el ambiente de competencia
necesario en sociedades de ese tipo.
A ello se agregó el aumento paulatino del consumo del
azúcar refinada, que a menudo se combinaba con el té, el café y
el chocolate, multiplicando el efecto estimulante.
Hacia fines del siglo XIX se fueron
incorporando nuevos productos traídos de América o importados de las
nuevas colonias asiáticas o africanas. Entre ellos se encontraban la
kola de Africa Occidental, la coca andina y el opio de la India2 .
Estas incorporaciones habrían de continuar a escala cada vez mayor y
con un ritmo crecientemente acelerado a fines del siglo XIX y durante
todo el siglo XX.
A
instancias de las políticas gubernamentales de inyectar a los
soldados para calmar el dolor de las heridas, se popularizaron los
derivados de la amapola y del opio (como la morfina y más tarde la
heroína), se amplió el consumo de hachís y cáñamo (que antes
estaba restringido al Medio Oriente y luego se habría de extender
considerablemente), se difundió la cocaína, a mediados del siglo XX
se comenzó a utilizar el LSD (preparado sintético, que se relaciona
con el principio activo del ololiuhqui mexicano y el cornezuelo
europeo), y otros compuestos artificiales con propiedades similares.
El
consumo de estas sustancias cambio cualitativamente cuando se
estableció la prohibición. La represión dio lugar a la aparición
del consumo clandestino de productos frecuentemente adulterados con
diversos elementos espúreos. En algunos casos, la utilización fue
promovida por las propias agencias de inteligencia estatales. El
resultado de este proceso fue el desencadenamiento de graves
problemas sociales graves que se fueron extendiendo globalmente en
forma acelerada.
Ante esta situación, que ellos mismos crearon, los
gobiernos se embarcaron en una campaña represiva aún más fuerte.
La espiral perversa de la prohibición había comenzado a dar vueltas
cada vez más rápido.
Al aumentar la represión se generaba un mayor retorno
para los traficantes que ante la perspectiva de ganar mucho dinero
estaban dispuestos a arriesgar cada vez más, reforzándose de ese
modo las redes criminales. Al acentuarse las actividades criminales,
se ampliaba el aparato represivo, logrando una mayor escasez de las
sustancias prohibidas que, por ese motivo, veían incrementado su
precio constantemente. A su vez este aumento de precio hacía
rentable los riesgos que conllevaban las actividades de producción,
tráfico y consumo de las sustancias ilegales.
El genio se había salido de la botella.
Del libro: Pueblos, Drogas y Serpientes, Danilo Antón, Piriguazú Ediciones.
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