domingo, 9 de febrero de 2020

El buen vivir se aprende  (filosofía guaraní)
Bartomeu Melià

El territorio guaraní, que en realidad es un espacio cultural, se puede representar en cinco palabras, que concatenadas significan el buen vivir: apyka, ava pire, teko, tekoha, teko porã. El camino hacia ese espacio, que lo predice y lo expresa, es el ñe’ẽ −la palabra− y el ñembo’e –hacerse palabra. Esta formulación parece tanto más extraña cuanto es, creo, más auténticamente guaraní.
Y nosotros por cultura y lengua no somos Guaraníes.
El territorio guaraní no es una porción de la superficie terrestre; territorio es cultura y cultura es territorio.
El territorio guaraní no es un algo anterior a los Guaraníes; es su creación.
De ahí que el territorio guaraní no es ocupado ni conquistado, sino pensado, dicho y vivido.
Usando un barbarismo, se tendría que decir que es un cultura-torio. APYKA: el banquito ceremonial y el seno de la madre
El apyka es el primer territorio o cultura-torio, y éste es el seno de la madre, el lugar donde se sienta y se asienta la primera y única palabra de la persona, que se hace carne y habita entre nosotros.
Es la primera palabra del ava, que en guaraní significa persona; la palabra nos visita y toma asiento, como baja sobre el sabio la palabra inspirada, estando él sentado en el banquito ceremonial, la recibe y él mismo se hace palabra. Sin este asiento, no hay posibilidad de ser persona. Ñande Ru Papa Tenond, “Nuestro padre último-último primero”, surge de las tinieblas primigenias sentado en un apyka, desde donde se abre como flor.
En ese espacio mínimo y total, pequeño y global la palabra de Dios se abrió en flor, palabra divina y fundamental, de la cual nacerán todas y cada una de las palabras humanas.
Ñande Ru Papa Tenonde gueterã ombojera pytũ ymágui. Yvára pypyte, apyka apu’a i, pytũ yma mbytére oguerojera.
Nuestro padre último-último primero hizo que se abriera como flor de las tinieblas primigenias. su propio cuerpo. Las divinas plantas de los pies, el pequeño asiento redondo, en medio de las tinieblas primigenias los creó, como un abrir en flor. 
La explicación que los sabios y líderes religiosos le dieron a León Cadogan, el primer no-indio que registró esos textos míticos de los Mbyá-Guaraní del Guayrá, al preguntarles sobre el sentido de este apyka apu’a i, fue la siguiente: Apyka apu’a i es pequeño asiento redondo en que aparece Ñande Ru en medio de las tinieblas. Al referirse al hecho de ser engendrado, concebido, un ser humano, dicen los Mbyá: oñemboapyka: se le da asiento, se le provee de asiento; locución que da a entender que el ser humano, al ser engendrado, asume la forma que asumió Ñande Ru (Cadogan, Ayvu Rapyta; textos míticos de los Mbyá- Guaraní del Guairá, Asunción, 1997, p. 30). En el Diccionario Mbyá-Guaraní Castellano del mismo Cadogan (2011) se da una traducción más sintética y compleja del mismo término: Apyka asiento, es el emblema de la encarnación: apyka apu’a i asiento individual, en forma de animal…; ñe’ẽ porã ijapyka vae palabra alma que se encarna, también los genios, buenos o malignos, se trasladan por el espacio en un apyka; apykáre oĩ vae “los sentados”, los ancianos; el apyka se hace de cedro. < de la palabra un escondrijo y un trompe-l’oeuil, un truco visual. Como la piel que habitamos, la lengua limita nuestro ser y nos da a conocer también como diferentes en nuestra identidad; las identidades se manifiestan clara e inmediatamente en esa piel, tan tenue, tan frágil, pero que contiene toda la vida de la persona, su salud y su enfermedad, su alegría y su angustia; la piel del pulgar –ésa que nos exige la policía– es la identidad irrepetible de la persona. En esa piel se muestran las quemaduras y el cáncer de piel crónicas de muerte anunciada. Hay muchas más pieles que lenguas, pero también hay analogías de color, de rugosidad, brillantez, suavidad, diafanidad entre pieles, de modo que a veces se ha hecho de esa lengua-piel un índice de raza. La tipología de las lenguas es también una categoría sintética y análoga. La percepción sensible del decir, sobre todo en el canto, es una vía posible de acercamiento a una lengua, que no se fundamenta en jerarquías, sino más bien despierta emociones. El cuidado de la piel no es, pues, solo vanidad aparente. La gramática, la precisión en el vocabulario, la frase bien hecha, el buen gusto en el decir, son propiedades de la buena oratura: el placer de escuchar a quien habla bien, y la satisfacción de hablar bien. La piel permite también contactos, que no se registran necesariamente en marcas dejadas en la piel, si no es en circunstancias que dejan cicatrices y tatuajes más o menos indelebles. Los aché del Paraguay, mediante las sajaduras en relieve que corren paralelas por su espalda, nos relatan la historia de sus hechos heroicos. Entre los Guaraníes tenemos también al Ava kuatia, el hombre pintado, y ese diseño y pintura significativa pasó a designar el papel. Antonio Ruiz de Montoya, en el Tesoro de la lengua guaraní, primer diccionario de esa lengua, elaborado a partir de los primeros contactos y publicado en Madrid en 1639, da cuenta en el lema kuatia, del ava ikuatia que significa “hombre pintado con varios colores”. Ahora bien, la palabra kuatia ya se presenta con varios y diversos significados, en los cuales se entreveran el primitivo y primordial de cosa pintada y el ya “reducido” según la semántica colonial, como papel en el que se escribe: kuatia (-r-), escritura; papel; carta; libro, sin dejar de ser pintura y dibujo corporal. Que era su primera acepción. El soporte de esa pintura era sobre todo el cuerpo humano, pero había aparecido ahora con esos ‘otros’, asimilados a sus hechiceros, algo nuevo, otro modo de comunicación de mensajes, a través de otro soporte que no es la piel, sino el papel, en el que la palabra y su voz, un sonido, son pintados mediante rasgos, líneas y rayas. El papel soporta la huella de la voz. Pues bien, a través de una serie de mutaciones semánticas, como ñe›ẽ ikuatiáva, “la palabra pintada”, el adjetivo se hace sustantivo para significar el papel y el libro, que serán llamados: kuatia. Es el gusto por la propia lengua. Y a veces el desprecio instintivo hacia otras lenguas, que por no entenderlas consideramos no lengua y las asimilamos a barbarie, a un “bababa” que los griegos endosaban a los que no eran de su lengua. Discriminamos al hacer que el otro se sienta bárbaro. 

La lengua guaraní le parecía a Félix de Azara “ladrido de perros”. Y por ladrido de perros se traduce hoy en el guaraní paraguayo el guahu, uno de los cantos sagrados de los Guaraníes. La semántica es huella y retrato de historia. Los contactos entre hablantes de diversas lenguas son posibles, porque se toma conciencia de que hay estructuras comunes de comunicación, aunque son diversas sus formas y su realización física. La comunicación es siempre física, sea a través de la voz u otros signos sensibles. Hay contactos de lenguas que se dan en contextos de guerra: el grito, el sapukái, el silbido de desaprobación, la pitada contra el Himno Nacional de España en la reciente Copa del Rey jugada en el Camp Nou de Barcelona. ¿Se puede cambiar de piel? Todos cambiamos de piel como cambiamos de voz con los años. Hay un hablar de niño y otro hablar de adulto; un hablar de mujer y otro de hombre. Hay hablas mujeriles, como en el guaraní. La voz nos delata. En el teléfono nos reconocemos por la voz. ¿Es posible vestir dos pieles alternadamente? Hablar dos lenguas es posible y lo que llamamos bilingüismo es deseable, pero no hay que confundir piel con ropa, que es segundo pellejo. Hay que desconfiar de los fáciles y engañosos bilingüismos. El auténtico bilingüismo es muy raro, aunque se da en casos especiales. Como madre hay una sola, así también hay una sola piel. Me hace dudar la persona que me dice que es enteramente bilingüe. Y son muy engañosos los programas de educación bilingüe −tal vez apenas lo que son intrasistemáticos, y aun así requieren un examen crítico−. Porque la piel permanece y nos traiciona; conocí a un jesuita, el director del archivo romano de la Compañía de Jesús en Roma, que hablaba diez lenguas, todas en francés. Por otra parte, aun cuando la lengua sea tenida por jerigonza y algarabía, como calificaban los jesuitas de la Misiones Guaraníes –el aragonés José Cardiel o el austriaco Martín Dobrizhoffer, por ejemplo− a la lengua de los paraguayos, era esa su lengua y había que respetarla. La lengua como frontera y como puente es otra manera de encarar la lengua como límite revelador y espléndido y como contacto de diálogo, pero también de agresión y de cambio. La lengua es en sí una revelación; “desnudas las cosas en sí las da vestidas de su naturaleza”, como decía Montoya en su Tesoro de la lengua guaraní, de 1639. La lengua es separación y es contacto posible; es frontera y puente. ¿Qué tiene que ver todo esto con el territorio guaraní? Simplemente que la lengua es la piel del guaraní; es su identificación y es simplemente monstruoso lo que ha hecho el proyecto colonial desde los inicios y sigue haciéndolo hasta ahora, de obligar, mediante alicientes, subterfugios y amenazas a que los Guaraníes cambien de lengua, se despellejen; que el tigre se vuelva cordero. A Mickel Jackson le costó caro cambiar el color de su piel. Los sistemas de educación nacionales han gastado y gastan millones en ese intento. Es cierto que, si lo consiguen, acaban con el territorio guaraní, si es que lo pretenden. La colonia no llega nunca a la victoria plena mientras no haya conquistado la lengua del vencido hasta hacerla desparecer. TEKO: modo de ser y sistema El niño y la niña al nacer caen en una tierra, en un hueco que lo acoge como nuevo seno, de cual poco a poco se levantará, como plantita que brota y crece, para no confundirse con la mera tierra. Al caer como semilla en la tierra, en realidad cae en un campo cultural, en un teko. Si yo tuviera que elegir una palabra en la cual esté sintetizada la lengua guaraní sería ésta, palabra de varias acepciones, tonos y relaciones. La traducción que da el jesuita Antonio Ruiz de Montoya, en su Tesoro de la lengua guaraní, de 1639, es la siguiente: “ser, estado de vida, condición, estar, costumbre, ley, hábito”; prácticamente, los indicadores que da la antropología moderna del concepto de cultura, tal como la definió dos siglos y medio después Edward B. Taylor en Primitive Culture (Londres 1871): “Cultura, tomada en su amplio sentido etnográfico, es un todo complejo que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres, o cualquier otra capacidad o hábitos adquiridos por el hombre como miembro de una sociedad”. Los sintagmas, calificaciones y frases a que da lugar el uso del término teko se extiende sobre unas veinte columnas del Tesoro, indicando la importancia y centralidad de este término y su uso en la vida. El teko es la noción que más acerca al esquivo concepto de identidad de las naciones. Este teko es una tríade en la que se comunican y relacionan el teko katu, el modo de ser auténtico, ley y norma tradicional, el teko porã, el buen vivir y el vivir bien, y el teko marangatu, el modo de ser religioso de creencias, canto y danza, con líderes espirituales y sabios. Tekoha Una superficie terrestre se vuelve espacio geográfico y territorio en la medida en que los lugares físicos ocupados se vuelven lugar de relaciones humanas, de cultura e imaginarios propios. Una tierra –yvy– se torna entonces espacio –tekoha– por obra cultural humana –teko–, que es el modo de ser particular vivido históricamente por un pueblo o nación; es el lugar donde somos lo que somos y queremos seguir siendo; es una cultura diferente de otra, con su propio dinamismo, respondiendo a los nuevos tiempos desde su propia matriz. Cada uno de los tekoha es diferente y, sin embargo, responde a un modo de ser identitario. Se forma, así, un ñande rekoha –nuestro espacio ‘inclusivo’–, pues incluye a un grupo humano definido por lengua, cultura y economía, al mismo tiempo que excluye otros espacios donde hay gentes y culturas diferentes, frente a las cuales se hablará de ore rekoha –nuestro espacio ‘exclusivo’ donde no están los “otros”–. El tekoha no es un espacio indefinido, aunque no esté marcado con mojones ni fronteras. En realidad, los Guaraníes del Paraguay habían vivido siempre en su tekoha, sin mayores interferencias. Para muchos tekoha esta situación se prolongó hasta bien entrado el siglo XX. Los ava de más de cincuenta años recuerdan siempre que había monte, y ahora no hay más. Que había animales del monte, que ahora no hay más. ¿Qué dicen los Guaraníes sobre su tierra y territorio? La tierra, lugar de cultura Muchas palabras tienen significados especiales según la cultura en que aparecen. Una palabra tan simple como tierra no tiene el mismo significado en una cultura indígena o en una cultura colonial o capitalista. Yvy, dentro de modo de ser y vida guaraní, tiene un significado propio, aunque con matices de acuerdo con las historias y los modos de vida da cada pueblo, sea Mbyá, Pãi-Tavyterã, Avá-Guaraní o Aché. Cuando un Pãi-Tavyterã, por ejemplo, habla que la tierra es como el cuerpo, esa metáfora no es un recurso literario, sino un símbolo de vida práctica. Y así como usted no despedazaría el cuerpo de su madre, ni la vendería en pedazos, usted no va a carnear y vender el cuerpo de su madre tierra, de su hijo, de su hermano. Hay otras palabras como tekoha que ofrecen una construcción ideológica bastante diferente de la tierra. Si bien la tierra es el lugar que pisamos con nuestros pies, el sentido del tekoha −compuesto de teko− es “lugar donde estamos y somos lo que somos”, es cultural; teko es “modo de ser, sistema, hábito, costumbre”, conforme el significado que presenta el primeiro dicionário guarani de Antonio Ruiz de Montoya, Tesoro de la lengva Gvarani (Madrid, 1639). El tekoha es el lugar de nuestro sistema. Por eso, en general, el Guaraní no suele hablar del tekoha en la forma absoluta, sino siempre en la forma de genitivo, esto es, de posesión, de referencia. Ñande rekoha es nuestro lugar, es el lugar donde nosotros somos. ¿Tierra es lo mismo que yvy? ¿Es lo mismo que tekoha? Un Guaraní dará una traducción de esos conceptos como él los entiende. “Tierra es tekoha”, responderá probablemente. Puede decir que es lo mismo porque él también, con toda razón, considera que nuestro pensamiento es su pensamiento y se estructura de la misma forma. En realidad, no es la misma cosa. Nuestro concepto de tierra no tiene la profundidad del pensamiento de ellos. Tratar de las tierras de los indios desde nuestro punto de vista, que sigue siendo colonial, es una aberración contra derecho. No es cuestión de dar o devolver tierras a los indígenas, sino de reconocer territorios indígenas. Volvamos a la palabra pueblo. No hay pueblo sin tierra, por lo menos en su origen. Y esto nos lleva a preguntar qué es la tierra para cada pueblo. En el caso guaraní, hay que reconocer que en la práctica el tekoha no puede darse sin algún tipo de territorialidad. Existen pueblos que se desenvuelven sin territorialidad. Es verdad; es el caso de los romaníes, llamados también gitanos, o del pueblo de Israel, que durante muchos años vivió sin territorialidad –aunque en estos casos crean en general territorialidades mínimas. Tekoha, historia e identidad Ese tekoha, lugar del ser, es también espacio de modo de ser histórico. No hay tekoha sin historia. ¿Qué historia? Una de las cosas que llama más la atención es la poca memoria que nosotros, los “civilizados”, tenemos, o sea, nuestra incapacidad de recordar. Casi no recordamos nada de lo que oímos, y es que no lo hemos vivido con otros; recordar es haber vivido y escuchado. Sin embargo, cuando uno mira la propia vida personal, ve que las experiencias de las cuales hemos hecho memoria son mucho más creadoras de personalidad que los libros que uno leyó o las lecciones escolares. Es ahí donde nace la memoria histórica. El pueblo indígena continúa siendo un pueblo de memoria tradicional, porque no lee, y gracias también a que no lee la pseudomemoria de los “otros”. Esos caminos de la memoria son muy importantes, pues son los que forman la tradición. En el Paraguay hay territorios con tradición; los hay también –en general, las tierras compradas o usurpadas recientemente, en los últimos treinta años– sin tradición. Un territorio tradicional puede continuar siéndolo aunque se interrumpa en él durante unos años la presencia de los guardianes de la tradición, pero al que volvemos en busca de nosotros mismos. Este es un concepto importante porque los nuevos y recientes propietarios suelen justificar la ocupación de territorios indígenas diciendo que los indios son nómades, ya que pasan de unas tierras a otras sin fijarse de modo definitivo en ninguna. Ahora bien, lo normal es que el pueblo indígena siga ocupando sus tierras tradicionales aunque sus pobladores se renueven y recambien. Los lugares tradicionales indígenas en el Paraguay tienen una ocupación continua de siglos y hasta milenios en algunos casos. Sociológica e históricamente, los nómades son los neoparaguayos que vienen de otros lugares y que expulsan a los habitantes tradicionales empujándolos a rincones de su propio territorio, y empleando incluso amenaza y engaño. La casi totalidad de las tierras del Paraguay están hoy en manos de recién llegados, que en algunos casos ni siquiera han llegado al país, pero tienen los papeles de las tierras usurpadas como bienes de capital anónimo. El sistema jurídico de propiedad privada tiene memoria corta; le falta sobre todo imaginación para ir a buscar los argumentos en favor de los territorios indígenas donde en realidad están; los derechos indígenas han sido sepultados en el olvido. Si el Estado no entiende esto, nunca podrá tener una política de territorio indí- gena, pero ni siquiera de territorio nacional. Teko porã: formas del buen vivir guaraní, memoria y futuro Me permito hacer memoria de mis primeras experiencias de convivencia entre los Mbyá y Avá-Guaraní de Caaguazú y Alto Paraná. Era el año de 1969, cuando me torné aprendiz de antropólogo, guiado por don León Cadogan, el mejor conocedor no indio de la cultura guaraní en el Paraguay. Solía bajar del ómnibus o de algún camión que entraba al monte en busca de madera de ley o palmito y me iba a pie hasta encontrar el grupo de casas de una comunidad guaraní. Siempre fui bien recibido, menos cuando una vez un acompa- ñante casual, sin que yo me diera cuenta supiera y sin el permiso de los Guaraníes, comenzó a sacar fotos. Desde el primer momento que entré el mundo guaraní quedé fascinado; escuchaba, observaba y participaba en cuanto podía de la vida guaraní, sobre todo de los rituales de su religión que me llenaban el espíritu de consolación y fuerza, que de hecho no encontraba tan intensamente en mi vida religiosa católica. Sin grandes lucubraciones, pasé a vivir esa especie de “bilingüismo” religioso en el que no había ni primera ni segunda lengua, primera ni segunda religión. Escuchar como niño que aprende los rudimentos de una nueva vida era mi única ocupación. Los Guaraníes, con mucha paciencia, desde entonces hasta ahora me educaron con métodos más humanos y efectivos que los ejercitados en la Universidad de Estrasburgo de la que acababa de salir en aquel año de 1969. Era doctor ¿En qué? ¿En ciencias religiosas, en filosofía? Mi único campo de investigación había sido la biblioteca, esa selva de libros con hojas de papel, a veces más ingrata, con sus secretos escondidos, y sin nadie a quien poder preguntar, casi todos eran autores muertos. La selva que conocí en ese año de 1969 estaba casi intacta, era todavía aquel ka’a marane’ỹ del que hablaba ya Montoya en su Tesoro de la lengua guaraní de 1639, casi cuatro siglos atrás: “monte de donde no se han sacado palos ni se ha traqueado [removido]”, así como yvy marane’ỹ es “suelo intacto (que no se ha edificado)”. De hecho este mismo adjetivo marane’ÿ se traduce por “bueno, entero, incorrupto”; incluso por virgen: Tupãsy marane’ỹ, la Virgen Madre de Dios. Lo mismo puedo decir de las selvas de Amambay que empecé a recorrer y conocer por dentro desde 1972. En esas felices selvas se desarrollaba ese teko porã, que me cautivaba y asombraba, no sólo intelectualmente, sino también, y sobre todo como experiencia de vida. Estas notas biográficas se justifican, creo, porque el teko porã es vivencia y convivencia. El teko porã es un concepto que atraviesa la experiencia de vida de todos los Guaraníes que conozco y aun otros pueblos de la familia tupí-guaraní esparcidos durante más de dos tercios de la superficie de América del Sur. No es, pues, una filosofía de límites estrechos. Ya conocemos el significado de teko, como el registrado también por Montoya corresponde a: “ser, estado de vida, condición, estar, costumbre, ley, hábito”. Entre las numerosas calificaciones que recibe el teko está el teko porã. Es un buen modo de ser, un buen estado de vida, es un “vivir bien” y un “buen vivir”, más sentido que filosofado. Es un estado venturoso, alegre, contento y satisfecho, feliz y placentero, apacible y tranquilo. Hay buen vivir, cuando hay armonía con la naturaleza y con los miembros de la comunidad, cuando hay alimentación suficiente, salud, paz de espíritu. Es también identidad cultural plenamente poseída y libre de amenazas. De los primeros Guaraníes que fueron conocidos en 1504 en la costa del Brasil, dice el capitán francés Binot de Gonneville, que “esos indios son gente simple, que no piden más que llevar una vida simple, sin gran trabajo, viviendo de la caza y pesca y de algunas raíces que plantan”. Este buen vivir lo describirá Ulrico Schmidl, que viene con la primera expedición que llega en 1537 al Ambaré, la Asunción de hoy: Ahí nos dio Dios el Todopoderoso su gracia divina que entre los susodichos Carios o Guaranís hallamos trigo turco [maíz] y mandiotín, batatas, mandioca poropí, mandioca pepirá, maní, bocaya y otros alimentos más, también pescado y carne, venados, puercos del monte, avestruces, ovejas indias, conejos, gallinas y gansos y otras salvajinas las que no puedo describir todas en esta vez. También hay en divina abundancia la miel de la cual se hace el vino; tienen también muchísimo algodón en la tierra. Sí, hubo tiempos de la divina abundancia que por cierto acabaron con la llegada de esos conquistadores parásitos y colonos egoístas y codiciosos, que sólo producen aquello que pueden acumular, enviándolo al exterior, sin preocuparse lo más mínimo del bienestar del prójimo, su conciudadano, si es que el dinero se rige por criterios de ciudadanía y de sana política. Desde muchos siglos antes existía una agricultura guaraní planificada y fecunda —se puede hablar incluso de una verdadera y auténtica ciencia agronómica—. Los Guaraníes no eran —ni son— nómades, sino agricultores y mejores productores de alimentos que los colonos que les sucedieron después, sin necesidad de privatizar tierras que producen para empobrecer; no se habían puesto en marcha todavía las fábricas de pobreza, que hoy conocemos, en las que hay que trabajar por salarios mínimos, o quedarse sin trabajo. El tekoha es hasta hoy para todos los guaraníes —sean ellos Mbyá, Avá-Guaraní o Paĩ/Kaiowá, en Argentina, Bolivia, Brasil o Paraguay— el lugar de teko, es decir, el lugar del ser, del hábito y de la costumbre, del sistema propio, de la familia y de la política, de la economía y la religión. Es lugar “donde somos lo que somos”. Ese espacio físico y mental es la condición de posibilidad del teko porã del buen vivir; eso lo que la colonia se ha empeñado en destruir sistemáticamente mediante la usurpación de los territorios indígenas, destrucción ambiental, acumulación privada de bienes, desintegración del sistema social y secularización de los elementos de la vida religiosa. El conquistador europeo, cuando, empobrecido, se convirtió de mal grado en campesino, acabó por pedir prestados al guaraní esos conocimientos, y los reconoció como los más adecuados para cultivar esa tierra. Sólo los jesuitas reconocieron esta habilidad y sobre ella hicieron descansar el desarrollo de sus pueblos. De una u otra forma, a ese teko porã se refieren los pueblos guaraníes que lo vivían hasta hace apenas unos cuarenta años, y más concretamente desde que el Tratado de Itaipú y la agricultura mecanizada, en especial para el cultivo de la soja, trastocaron de manera definitiva y rápida las reglas del buen vivir y sus condiciones. Melià. El buen vivir se aprende 9 Sinéctica 45 www.sinectica.iteso.mx En este punto se impone un inciso y alusión al sistema económico guaraní, que es parte esencial del teko porã JOPÓI: manos abiertas uno para otro El buen vivir que supone un territorio —y lo necesita— se manifiesta en un tipo de economía que los guaraníes han definido como jopói, y que no es sino la versión de la economía de reciprocidad tan extendida por todo el mundo y desde los primeros tiempos de la humanidad. Âge de pierre, âge de l’abondance; l’économie des socié- tés primitives es el acertado título en francés de la obra de Marshal Sahlins, Stone Age Economics (1974), la economía más democrática que ha habido en el planeta. Al llegar y vivir aunque no sea más que unos pocos días en una aldea indígena de las selvas tropicales de nuestra América, una de las cosas que más llama la atención es el modo como administran lo que tienen y lo que producen, es decir, su economía. He tenido la suerte de poder convivir, no de modo continuo, es verdad, pero sí durante largas temporadas con Guaraníes de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. También con varios pueblos de la Amazonía legal, como los Rikbaktsa, los Iranxe, los Mynkỹ, las Kayabí, y algo menos con Nambikuára y Paressí, y sobre todo con los Enawené Nawé del río Juruena en el Brasil, contactados por primera vez en 1974, con quienes permanecí hasta 1981. En todos ellos domina en lo profundo de su modo de ser la economía de reciprocidad, por ella se definen, para ella trabajan y en ella viven. Los Guaraníes han condensado ese tipo de economía en una palabra extraordinaria: jopói. Su etimología se compone de tres elementos: jo, partícula de reciprocidad; po, mano; i, abrir: manos abiertas uno para otro, mutuamente. Hay mucha vida y mucha historia en ese jopói, que define un modo de estar en el mundo y una cultura, en la que la distribución e intercambio de bienes se hace no sólo de una manera justa, sino también digna, libre y alegre. Se es más feliz dando que recibiendo. Convidar y dar de comer y de beber al convidado es el centro de la fiesta guaraní. De ordinario, concebimos la economía como un proceso cuyo primer paso es la producción, el intercambio después y al fin la distribución, que en principio podría ser equitativa. Ahora bien, en las economías de reciprocidad que conozco la economía no comienza por la producción, sino por la fiesta, la distribución festiva de lo que se tiene, como don gratuito. La fiesta es la primera inversión, de la cual el crédito es el trabajo en común, en que se ponen todas las manos. Se produce para dar, y porque se ha dado se produce de nuevo para que el círculo de reciprocidad no se quiebre. El don llama al don, aunque no se está obligado a él. En realidad, el verdadero pobre no es el que no tiene nada para sí, sino el que no tiene nada para dar. La reciprocidad es una comunicación no sólo de cosas, sino de palabras, de cantos, de relaciones personales. 
El juego de la reciprocidad entra en los verbos más característicos de la comunidad: conversamos unos con otros, nos convidamos, nos amamos mutuamente. Por el contrario, la tacañería es el miedo a recibir, porque no se quiere dar. El proceso de trabajo y de producción está, en el Guaraní, no sólo condicionado, sino esencialmente determinado a reproducir el don; es decir, tiene en la reciprocidad, en el jopói, su razón práctica económica. De este modo, el convite y la fiesta, el “convite festivo”, son el primero y el último “producto” de esta economía de trabajo. Sin reciprocidad no se entiende el trabajo guaraní, ni siquiera el individual. Potirõ, pepy, jopói son tres palabras sustanciales de la economía guaraní: manos juntas en el trabajo, convite y don, son apenas momentos de un mismo movimiento en el que el modo de ser guaraní se hace ideal y formalmente, pero 10 Mel no de un modo abstracto, sino en lo concreto de la producción de las condiciones materiales de su existencia, que nunca son de mera subsistencia y miran la excedencia y disponibilidad para continuar la producción. Contrariamente a lo que se piensa, aún hoy el potirõ, la minga, puxirão o mutirão, como se dice en el Brasil, y el pepy, convite, se dan en sociedades guaraníes contemporáneas e incluso en sociedades rurales paraguayas y brasileñas, lo que confirma que las formas de trabajo guaraní no han muerto. Algunos hechos registrados en las crónicas jesuíticas aluden de manera directa a la relación entre trabajo en común y convite: “En viniendo de alguna caza o pesca y al tiempo de labrar sus chacras todos se juntaban a beber y emborracharse y en acabando el vino de una casa pasan a otra con muchos plumajes, muy pintados y adornados”. El trabajo, en último término, es una forma de reproducir el don y el don es historia social, memoria y futuro. En términos más teóricos, decíamos con Dominique Temple, en el libro El don la venganza y otras formas de economía guaraní (Asunción, 2004): “La reciprocidad simétrica instituye la naturaleza del trabajo en otra dimensión, ya que la definición del hombre no es reductible aquí a lo biológico. Esta dimensión es la del hombre total, comprendido lo que lo especifica, es decir, su naturaleza espiritual”. En palabras de los mismos Guaraníes, esta forma de trabajo es, a fin de cuentas, tan humana, porque es “divina”: tupã reko, un modo de ser, una costumbre, un hábito, un sistema divino, propio de Dios. El teko porã ha guiado el ideal de vida de los pueblos guaraníes del continente; es lo que ellos mismos dicen y recuerdan, en contraste con su situación actual, en la cual la desgracia, la destrucción del ambiente y el paisaje, las enfermedades, la dependencia de otras formas de vida moderna, en realidad más absurdas, injustas y denigrantes, se les imponen. La historia del Paraguay desde los tiempos coloniales hasta ahora sigue una tendencia tenebrosa que es precisamente la sustitución del tekoha, esos espacios de armonía ecológica, por la compra-venta de tierras en el mercado, que se ha afirmado sobre todo en los últimos años. Ahora bien, la extensión de latifundios, base económica de nuestros tiempos, no ha producido sino pobres; los “productores” no se sabe qué es lo que producen, pues ni siquiera pagan impuestos sobre las tierras que han privatizado para uso propio exclusivo ni tributan al Estado, por los graves daños que vuelcan sobre el país; en realidad, son productores de exilios, de masas de campesinos que se vuelven extranjeros en su propia tierra; productores de problemas que envían a las ciudades, productores de incultura y desintegración social —el paraguayo medio tiene mucho menos cultura que los indígenas, pues éstos tienen una estructura, un teko más firme y consistente—; por desgracia, la educación de las sociedades rurales y operarias va a la deriva, perdido el norte de un teko porã, que va despareciendo de su horizonte. La eliminación sistemática de los tekoha indígenas es el paso estratégico fatal para impedir que haya un teko porã, no sólo para los indígenas, sino para toda la población del país. Por todo eso, el teko porã guaraní no es solo memoria de un pasado nostálgico e idílico, sino proyecto de futuro, mediante el cual pensamos y decimos lo que queremos ser, y ya lo comenzamos a ser: es memoria de futuro. Y lo es para todos, pues es un buen vivir universal. Ese teko porã es posible y el buen vivir es todavía utopía que tuvo y puede tener lugar. El teko porã es el modo bueno y posible para vivir hoy y en el futuro. Melià. El buen vivir se aprende
El complejo de apyka, avapire, teko, tekoha y teko porã no es una relación natural ni tampoco una idea abstracta aplicable a todos los lugares y culturas por igual. La naciones que salieron de las independencias del siglo XIX en su intento de homogeneizar poblaciones y estados han querido imponer una educación para todos, que resulta en la mayoría de los casos absurda y ridícula, al perseguir resultados discriminatorios en el uso del lenguaje y el poder. Para los Guaraníes, la educación es la construcción progresiva de la propia palabra, dicha en el discurso de la propia vida. Nadie enseña a nadie; solamente nos colocamos en situaciones de recibir la sabiduría de lo Alto. La educación, como señalaba ya el libro de Edgar Faure, es Apprendre à être: Aprender a ser. En las sociedades primitivas, la educación era múltiple y continua. Se fundaba sobre el carácter, las aptitudes, las competencias, la conducta, las cualidades morales del sujeto, que más que recibir educación se puede decir que se educaba él mismo por simbiosis. Vida familiar o vida de clan, trabajos o juegos, ritos, ceremonias todo constituía, en el curso de los días, una ocasión para instruirse: desde los cuidados maternales a las lecciones del padre cazador, desde la observación de las estaciones del año, a la de los animales domésticos, desde los relatos de los ancianos, a los sortilegios del chamán. Estas modalidades informales, no institucionales del aprendizaje han prevalecido hasta nuestros días en vastas regiones del mundo, donde constituyen todavía el único modo de educación de que disponen millones de seres (Faure 1972, p. 5). Los niños aprenden las reglas de la gramática sin haberla estudiado; practican una especie de gramática innata, repetidamente escuchada en las más diversas situaciones de vida. No siguen las reglas; las hacen. La lengua es la primera filosofía de la vida, pues gramática es relación y esta relación se aprende escuchando. La educación no empieza en la escuela, sino siguiendo el ciclo de la vida; los niños juegan a ser adultos, y los adultos trabajan alegres como cuando eran niños. El primer cultura-torio cada uno se lo construye en la medida en que participa en una comunidad que va construyendo ese espacio de conocer y sentir, haciendo y sintiendo. Para el Guaraní, los territorios no existen, se hacen: desde su cultura aprendida, el Guaraní se guaraniza y guaraniza los espacios de su teko en formación. En esta fase de aprendizaje, escuchando, imitando, haciendo y ensayando soluciones la persona es el principal educador de sí mismo. El que mucho habla difícilmente aprende. La ciencia tiene que llevar a la sabiduría; conocer el tiempo –arakuaa– es siempre menos que sentir el tiempo –arandu. El teko, que representa el centro de su esencia, es modo de ser, su identidad, el niño que ha nacido en un apyka de intimidad y centralidad de su cultura, su madre, lo va construyendo sin escuelas, ensanchando su piel, su lenguaje, su lengua y su modo de ser, costurando finamente las diversos aspectos de su teko, en vistas a la consecución de un teko porã. El nosotros es más importante que el yo. Por eso, el cultura-torio, el lugar donde se puede ser cultura, es también el espacio donde se dan las condiciones de posibilidad del vivir bien, en comunidad y con libertad. Examinando los diversos procesos del proyecto educativo nacional, que en algunos casos comienza ya en el jardín de infantes y en el preescolar, se percibe claramente que se pretende la transformación de territorios y sustitución de identidades, de lo cual el empobrecimiento de los pueblos, no sólo económico, sino cultural y moral, es la consecuencia más visible. Los pueblos son conquistados cuando su proceso educativo es ocupado por potencias externas e imperialismos interesados. Se pretende cambiar la piel de los pueblos y se comienza por negar su lengua. El proceso de conquista, el proceso colonial, es llegar y destruir; lo que queda es negado y empujado a la clandestinidad y al desprecio. La religión como espacio sagrado e íntimo pasa a ser una payasada, a lo más un accidente folclórico. Una manera más sutil de negación es la deformación para llegar a la sustitución. América es un continente sustituido, las poblaciones actuales sustituyen a las poblaciones anteriores. En el plan de sustitución entra la educación masiva y a la vez elitista a fin de llegar a transformaciones irreversibles. Estas transformaciones que suelen dar en dos campos paralelos: transformación de la ecología de los territorios y transformación del cultura-torio mediante una nueva educación. Es la destrucción del tekoha, para cerrar el camino al teko porã. Nacido de la lengua y en la lengua, ese apyka fundamental, la educación se desarrollará por la lengua propia. Aprender es hacer el decir –‘e– y hacerse decir en la oración, en la palabra reflexionada, que suele ser también canto y danza –ñembo’e. ¿Cómo se hará palabra comunicativa y amiga la verborragia de una escuela en castellano para los niños indígenas, destetados violentamente de los pechos de su madre? Como lo advertía Edgar Faure, cómo podríamos aprender de lo que somos y no ir en busca de lo que no somos y ni siquiera entendemos. Frente a la educación indígena, se lleva siglos en construir una escuela para el indígena. Las misiones religiosas consideraron “misión” el enseñar la lengua de la colonia para dar la buena nueva del evangelio, cuando ellos mismos eran cristianos porque escucharon la palabra de Dios en su propia lengua.
Los Estados siguieron el mismo esquema, llevándose al pez fuera del agua para después culparle de su muerte.
Se empeñan en educar mal y saben muy bien cómo hacerlo, instruyendo en otra lengua y en otro tekoha transformado. Recuperar las grandes v0irtudes de la educación indígena, teniendo en cuenta que la historia de la persona es la historia de su palabra, mediante la cual podrá establecer diálogos de igual, de verdadera interculturalidad. Que no es hacer que el otro sea asimilado a mi modo de ver, sino que yo entre en el río e historia del otro. Para ello, la educación indígena nos puede enseñar más que nosotros a ella. El tekoha, esa palabra que en realidad no tiene traducción en castellano, es la puerta de entrada y el espacio del buen vivir. Los indígenas deben y quieren volverse protagonistas de su propio destino. El pensamiento educativo de los pueblos indígenas no tiene por qué esconderse, Lo positivo es que aparecen grupos y pueblos que se manifiestan mucho más activos y clarividentes en sus propuestas y exigencias. Son generosos y no ocultan las raíces y fuerza de su educación, de su palabra y de su decir. Existen todavía y no es necesario inventarlos; basta escucharlos.
De: Territorio guaraní Programa Workshop II 3 al 5 de junio de 2015, Posadas, Misiones, Argentina
Referencia
http://www.scielo.org.mx/pdf/sine/n45/n45a10.pdf

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