El jinete se asoma a las sierras cercanas a Sorocaba en la región de Sao Paulo en Brasil. Monta un caballo tostado y lleva al tiro una yegua alazana. Sus rasgos amerindios son inconfundibles. Calza botas
de potro, viste calzoncillos y chiripá, una camisa gris
holgada y un sombrero “panza de burro”. Detiene su marcha y observa el valle
que se extiende a la distancia. A lo lejos se puede ver la torre de la iglesia
y
algunas casas de dos plantas que anuncian la presencia de
una ciudad importante.
El camino que conduce a Sorocaba desde el sur
tiene un tráfico bastante intenso. En las últimas leguas recorridas Francisco
ha encontrado tropas de vacunos transportadas por hábiles troperos para su
venta en el mercado sorocabano. En otros tiempos por aquí venían las recuas de
mulas de Santa Fe pero la guerra había cortado abruptamente su llegada. Los vacunos provenían de las vacarías del
planalto y de las praderas pampeanas de Río Grande y la Banda Oriental, que los
portugueses habían denominado Provincia Cisplatina Vista de Sorocaba en el
estado de Sao Paulo, Francisco sabía que allí, en la ciudad cercana, lo
esperaba un intenso movimiento. La feria de Sorocaba era uno de los puntos de
comercio e intermediación de animales más importantes de las colonias
del Brasil.
En su prolongado itinerario Francisco había sobrepasado
tropas que se movían con extrema lentitud y a veces demoraban varios días en cruzar los principales cursos de agua. Se acordaba del paso
del caudaloso Iguazú que precisamente en esa época estaba muy crecido debido a
las lluvias de verano. Allí habían miles de cabezas y decenas de troperos acampando
a la espera del reflujo.
Afortunadamente sus habilidades de jinete vadeador le
permitieron realizar el peligroso cruce con su caballo ayudado por una canoa de
cueros (lo que en el sur llamaban “pelotas”) que le cedieron unos peones de faena kaingang que tenían sus toldos en las cercanías
del paso.
El camino dos tropeiros estaba bien “desmatado”. Luego de
dos siglos de tráfico era una franja bastante ancha de pastizales con un muro de
árboles en cada costado, lo que los botánicos llaman hoy la “mata atlántica”.
Ya hacía cuatro meses, un cinco de septiembre del 1820, que
Francisco había partido de Corrientes cruzando el río Uruguay desde Santo Tomé
a San Borja.
Había salido de San Borja con 4,000 patacones que le había
confiado Don José Artigas y acompañado de cuatro fieles criollos, dos soldados tapes
de nombre Guaraví y Amarillo, un pardo llamado Eustaquio y un portugués españolizado de apellido Rocha. Al principio
había partido con dos montas. El más querido era Fandango, un tostado que era
su caballo desde los tiempos de Purificación, y Carola, una yegua zaina que debió abandonar en Xauxeré porque había quedado
renga.
Fandango había resistido todos los embates del camino,
cruzó ríos nadando, soportó lluvias y todo tipo de pasturas. En Xauxeré, había obtenido
otra yegua alazana que lo había acompañado junto con Fandango hasta las cercanías de Sorocaba donde estaba.
Tal vez ahora tendría que pensar en renovar su yunta aunque
Francisco era de los gauchos que se encariñan con los caballos y le costaba abandonarlos
en medio de un viaje.
Guaraví y Amarillo se separaron de Francisco a los pocos
días de iniciado el itinerario en campos de Santo Angelo y continuó solo con
Eustaquio que aguantó mucho más y solo se despidió al llegar al Iguazú donde
conoció una china con la que hizo amistad y un poco más.
En ese momento Francisco conservaba la mayor parte de la
suma que Artigas le había confiado a orillas del Paraná: más de 3,500 patacones
en plata y algo así como diez mil reis que había venido utilizando
para los gastos de la travesía. Pensaba guardar 500
patacones para su regreso lo que le permitiría hacer llegar unos 3,000 a los
orientales prisioneros que tal vez pudieran servirles para comprar su libertad.
Al llegar al centro de la ciudad Francisco se entreveró en
la muchedumbre sin problemas, una caravana multicolor a pie, a caballo y en
carros y carretas. Había hombres y mujeres de todas las razas.
Indios tupinikin, carios y kaingang, africanos libertos y
esclavos de Angola, Mina, Mozambique y Dahomey, caboclos y portugueses, se cruzaban
en las barrosas calles de Sorocaba.
Se acercó a una hospedaria, ató sus caballos a un palenque
cercano a la pensión y solicitó hospedaje por esa noche, para poder descansar antes
de emprender la etapa final que lo llevaría hasta la bahía de Guanabara. Allí
lo esperaban los criollos prisioneros de la Ilha das Cobras.
Algunos días después, el 5 de enero de 1821, Francisco
entraba en Río de Janeiro mezclándose con una multitud de gente que iba y venía
en todas direcciones. En esa época Río era la capital del extenso Imperio
portugués de Brasil donde se concentraban gran parte de las actividades políticas
y administrativas del país. Hacia o desde Río confluían o irradiaban productos y personas. En ese
sentido un jinete criollo guaraní que además hablaba bien la lingua geral y el portugués,
podía pasar desapercibido por sus calles. Por esa razón
Francisco de los Santos pudo atravesar la ciudad hasta
llegar al destino previsto, la fortaleza militar de la Ilha das Cobras. Le
aguardaban allí sin saberlo Juan Antonio Lavalleja, Fernando Otorgués, Manuel Francisco Artigas y otros líderes de la revolución
oriental.
Se instaló en una hospedaría frente a la fortaleza, cerca
del Monasterio São Bento para establecer los contactos requeridos para hacer llegar
los patacones a su destino.
Se acercó al Monasterio y logró hablar con un sacerdote de
la ordenpara ver como podía cumplir su misión. Tuvo un buen recibimiento y finalmente,
a través del Abate Miguel Pinto Lima, que era el superior del monasterio, logró acceder al comandante de la
fortaleza, el Brigadier Joaquim Freire da Silva. El Abate puso al corriente a
Freire da Silva de la misión de Francisco y aceptó recibirlo en su oficina de
la Ilha das Cobras. Al día siguiente fue a la comandancia del
fuerte guiado por un marino, que había sido enviado para escoltarlo. Atravesó
el puente que conectaba la isla con el continente, cruzó el patio de
armas y entró en los corredores del sector principal del edificio de la Brigada
Real da Marinha. Allí lo recibió un Capitán de nombre Oliveira, que lo hizo pasar
a una habitación espaciosa con un escritorio de caoba y varias sillas de pino
brasil y almohadillas de color púrpura. En la pared había colgado un óleo del Emperador
Dom Pedro.
Al día siguiente fue a la comandancia del fuerte guiado por
un marino, que había sido enviado para escoltarlo.
Al cabo de unos minutos apareció un hombre de mediana
estatura
con un uniforme de la marina portuguesa. Francisco se paró
en señal de respeto. Ante las preguntas del Brigadier, Francisco explicó el
motivo de su viaje: “Vine para entregar una suma de dinero que el General José
Artigas envía para los oficiales presos en la isla.”
El Brigadier sonrió y expresó: “Estou maravilhado, vocé fez
mais de seiscentas leguas a lombo de cavalo pra vir a Rio de tan longi? E
somente pra traser os patacoes aos castelhaos presos? Não tenha medo, eu vou
dar o dinheiro aos prisoneiros. Ademais vou le dizer uma coisa que ninguém
sabe. Penso que muito pronto os prisoneiros
vão ser liberados. Mais o dinheiro e sempre bem-vindo...”
Probablemente el otorgamiento de la libertad de Lavalleja,
Otorgués y Manuel Artigas ya estaba decidido a nivel político tal como lo insinuó
Freire da Silva. El Brigadier aprovechó para cumplir las órdenes superiores ya
recibidas, y al mismo tiempo obtener una buena suma de dinero para el cuartel
o, ¿quien sabe? para él mismo.
De una manera u otra la misión de Francisco de los Santos
fue exitosa y el chasque de Artigas emprendió el camino de regreso casi
inmediatamente.
Cuatro años después, a fines del año 1825, Francisco se
incorporó a las fuerzas orientales rebeldes de Juan Antonio Lavalleja, que
habrían de lograr a través de la lucha armada la confirmación de la soberanía
de la Provincia. Después de la constitución de la República Oriental del
Uruguay en 1830, Francisco de los Santos se aquerenció en la Vuelta del Palmar,
cerca de la costa de los Castillos en el sector oriental del nuevo estado.
Del libro "Crónicas de la Peripecia Humana", D.Antón, Piriguazú Ediciones
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