martes, 23 de octubre de 2018


Fragmento de “La fruta prohibida” de Luis Carlos Restrepo
La guerra del capitalismo contra sí mismo

La lucha contra las drogas es una guerra del capitalismo contra sí mismo. Curiosa guerra que pretende erradicar la manifestación más plena y neoliberal del fetichismo de la mercancía. Guerra contra una de las más ansiadas y efectivas formas de acumulación del capital, que no obstante irrigar de manera generosa al sistema financiero, provoca en los espíritus puritanos un ánimo de cruzada que envidiarían esos piadosos inquisidores que en el siglo XV redactaron, con gracia de detalles, el Malleus Maleficarum.
Dentro de algunos años, cuando se hayan aplacado los ánimos y olvidado la procedencia de los capitales acumulados, la guerra contra las drogas será recordada como una de las más estúpidas de la humanidad, de igual manera como hoy recordamos las guerras religiosas de siglos pasados. La comparación va más allá de ser una simple metáfora. Hablar de las drogas es adentramos en un espinoso asunto teológico, herencia del combate que libró Yahvé contra Baal por dotar a las tribus hebreas de un territorio propio.
El Dios del desierto declaró la guerra a los cultos cananeos que recurrían a la embriaguez para comunicarse con sus dioses, convirtiéndose Baal-Zebuth en una fuerza diabólica —Beelzebub— que se identifica desde entonces con las orgías del aquelarre. La lucha contra los profetas -nebiim- de Baal fue asumida por Elías amo una guerra santa. Mostrándose renuente a la utilización de euforizantes, Elías llama a la abstinencia y a la previsión, criticando al pueblo por caminar indeciso entre dos cultos. Después de retar a los profetas de Baal para que invoquen a sus loses a través de la gimnasia religiosa propia del éxtasis colectivo, Elías les demuestra que Yahvé  es más poderoso. La repugnancia que causa a los profetas de Yahvé el éxtasis cananeo se torna explícita en las palabras de Isaías: "Profetas y sacerdotes se tambalean aturdidos por el vino..., porque todas las mesas están llenas y no queda en ellas espacio libre" -Is 28,7-. Herederos de este sentimiento de aversión, los Padres de la Iglesia se opusieron al uso de SPA' , identificando la embriaguez cúltica con lá concupiscencia y el pecado. A diferencia de los oficiantes de E1eusis y otros cultos extáticos que existieron en la cuenca mediterránea hasta la antigüedad tardía, rabinos hebreos y sacerdotes cristianos exhiben una sobriedad profesional que excluye cualquier trance alucinado'. El dogma católico reemplaza la experiencia embriagada por una profesión de fe.  
És imposible una definición objetiva de la palabra droga, pues no se 1e un concepto sino de una consigna cuyo valor social está dado poi: su capacidad para encarnar y canonizar el mal. Como es imposible hablar de las rogas sin invocar su poder destructor, utilizaremos de manera alternativa el término sustancia psicoactiva para referirnos a los mediadores químicos entre el cerebro y la cultura, consumen para modificar nuestra percepción del mundo. Un proceso similar se vivió en la tradición persa con la condena del soma de Zoroastro (McKENNA, T.. El manjar de -los dioses, Barcelona, Paidós, 131). Escohotado habla de una "promesa enteogénica traicionada" (Escohotado, A., Historia de las drogas, Madrid. Alianza Editorial, 1989, T. I, p 235).
Pasarán, sin embargo, muchos siglos para que la proscripción moral asuma la forma de una guerra mundial para modificar los deseos de los ciudadanos y asegurar que la sobriedad se imponga de manera celosa tanto en el ámbito público como en el privado. Pues no obstante las restricciones religiosas que desde sus inicios impone el judeocristianismo al uso de SPA, sólo en el siglo XX la cruzada puritana del naciente imperio estadounidense logrará que la interdicción moral se convierta en interdicción legal. impulsada por una cofradía de abstemios que recurre al poder político para imponer a la sociedad una guerra santa. Se termina así con una larga tradición de tolerancia frente al consumo de SPA que se mantuvo hasta finales del siglo XIX, momento de transición hacia la moderna sociedad industrial en que el uso autorregulado de los derivados del opio empieza a ser desplazado por la  masificación consumista. Desde Galeno los europeos se sirvieron del opio de manera generosa, siguiendo la tradición romana que dejaba el consumo del psicoactivo a la libre elección del individuo. Uti-lizado como remedio para enfermedades pulmonares e intestinales, para calmar la ansiedad, los síntomas de la gota, los  dolores de muela o las molestias de las almorranas, sus efectos se interpretaban en el marco de un combate entre la sustancia y el cuerpo del usuario, quien debía ser cuidadoso con la dosis que tomaba para no sufrir molestos síntomas de rebote. Pero dejando en un segundo plano los usos médicos, apareció en los albores de la modernidad un grupo de consumidores habituales que reivindicó las bondades que acompañan a la modificación química presentándose a sí mismos corno viajeros de un mundo interior y miembros de una raza contemplativa que buscaban el apagamiento de las sensaciones dolorosas y de los deseos tamales, a fin de estimular los intereses metafísicos. Desinteresados de la materia y la gravedad, entregados a los deleites de la memoria y a la contemplación de las ideas, los opiómanos renunciaron al disfraz de la sobriedad para fundirse en un alma universal más plena pero más inerte, abatiendo su voluntad para entregarse a un paraíso extático situado más allá del bien y del mal.


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