Argentina: A 70 años de la Masacre de Rincón Bomba
Los persiguieron, violaron, fusilaron, apilaron y quemaron. No era ni la primera ni la última vez que la Gendarmería protagonizaba una represión indígena. Pero el “problema” es siempre el mismo: la concentración pública de sujetos indígenas es una invitación a la represión.
“Les dimos corchazos para que tengan", celebra un gendarme. Otro, tira piedras. El otro, esconde un hacha. Y otros, quizás, un cuerpo. Escenas que infunden terror pero que están muy lejos de ser inaugurales o casuales.
La desaparición forzada de Santiago Maldonado durante la feroz represión en el territorio mapuche del Pu Lof en Resistencia en Cushamen, Chubut, puso en primer plano la violenta relación de la Gendarmería Nacional con las comunidades indígenas.
Una violencia que se inscribe en un continuo histórico en donde la reunión de sujetos indígenas en el espacio público reactiva rápidamente la necesidad de poner punto final al “malón”. Esa fue una de las justificaciones históricas que se esgrimieron para fundamentar la violenta anexión de territorios indígenas a través de las avanzadas cívico-militares conocidas como “Campañas al Desierto”. Un despliegue enorme de mecanismos represivos que impactan sobre los cuerpos y los territorios indígenas que vienen aprehendidos y sostenidos desde el siglo XIX.
La Gendarmería Nacional protagonizó distintas represiones indígenas a lo largo de la historia. En 1924, una protesta indígena por las condiciones de hacimiento en la Reducción de Napalpí fue reprimida por la policía del Territorio Nacional del Chaco y por el Regimiento de Gendarmería de Línea (luego reconvertido Gendarmería Nacional) dejando un saldo de cientos de indígenas qom y mocoví asesinados.
En la actualidad, se puede mencionar -entre muchas otras y en distintos lugares del país- la voraz represión sobre la Comunidad Potae Napocna Navogoh, La Primavera, Formosa, que en 2010 se encargó de “liberar” la Ruta Provincial Nº 86. Allí –al igual que hace dos meses en Cushamen- la comunidad qom sostenía un corte la ruta en defensa de su territorio y sus derechos. La avanzada de la Gendarmería junto a la policía formoseña terminó con el asesinato del anciano qom Roberto López, varias viviendas incendiadas y ocultamiento de la documentación luego de la represión.
En Napalpí, Potae Napocna Navogoh o Cushamen, los y las indígenas se habían reunido. Y el delito es reunirse. Cambian las fechas y el color político del gobierno de turno. Pero los imaginarios que se actualizan en las fuerzas represivas del Estado permanecen intactos: La concentración pública de sujetos indígenas es leída como una invitación a la represión sobre esos cuerpos. Y eso fue lo que pasó hace 70 años en Formosa, en una de las masacres más silenciadas de la historia argentina.
La Bomba
Tonkiet era un hombre que -según los ancianos sobrevivientes- “sanaba con su palabra”. Su llegada a fines de septiembre de 1947 a un paraje llamado La Bomba, cercano a Las Lomitas, circuló rápidamente por el montaraz paisaje formoseño.
Ese era su legítimo nombre en lengua pilagá, aunque luego fue conocido por su nombre español: Luciano Córdoba. Y en torno a él, cientos de familias se congregaron para participar de un encuentro sagrado. Con el correr de los días, fueron cientos o quizá miles de personas quienes se reunieron a orilla del madrejón y formaron un solo cuerpo colectivo, ancestral y espiritual.
Dicen que el persistente sonido de tambores y alabanzas en lengua originaria se escuchaba a varios kilómetros de distancia. Y también dicen que la multitudinaria reunión fue leída como una amenaza para civiles y militares que vigilaban el entonces territorio nacional. La Gendarmería Nacional fue la que intimó a las familias a abandonar esa concentración espontánea.
Pero los caciques, ancianas y ancianos allí reunidos no se dispersaron: era una reunión sagrada, estaban en su territorio ancestral y entendían que no significaban amenaza alguna.
Sin mediar ningún intento de entendimiento, la negación fue rápidamente asumida como un acto de rebeldía. Y en la tarde del 10 de octubre de 1947, la Gendarmería Nacional desplegó toda la ferocidad de la violencia represiva del Estado. Su delito fue reunirse.
La emboscada fue fatal: por un lado, un avión con ametralladora perseguía desde el aire; mientras que la cacería por tierra abarcó distancias de más de cien kilómetros y varios días de persecución.
El minucioso y respetuoso documental “Octubre Pilagá. Relatos sobre el Silencio”, de Valeria Mapelman, recupera la memoria oral de los sobrevivientes y saca a la luz, entre otros, los delitos sexuales cometidos contra mujeres y niñas. La violencia de género en el marco de un proceso genocida entendida como mecanismo de tortura y silenciamiento.
Allí, también se recuerda en forma colectiva cómo fue ese proceso genocida que incluye matanzas, sometimiento, traslados forzosos y desmembramiento familiar, tal como se especifica en el concepto de genocidio que la Asamblea General de las Naciones Unidas elaboraría un año después de esta masacre para analizar los crímenes del nazismo.
Quienes lograron sobrevivir, fueron capturados por los gendarmes y enviados a trabajar en “reducciones indígenas” en condiciones de semiesclavitud y bajo el control de la misma Gendarmería Nacional que llevó adelante la masacre.
Morir sin justicia
Qadeite era una niña cuando comenzó la masacre. Aquel fatídico 10 de octubre de 1947 huyó junto a su madre y su pequeño hermano. Se escondió en el monte. Pasó hambre. Escuchó inmóvil el paso de las tropas que con una jauría a cuestas avanzaban por el territorio en busca de futuros fusilamientos.
A muchos “se los tragó el monte”. El hambre y las heridas los llevó a engrosar la cantidad de muertos. Nombres e historias que ni siquiera forman parte de un listado oficial. Nombres e historias que el Estado decidió deliberadamente ocultar. Víctimas de una maquinaria genocida que aún hoy no es reconocida.
Qadeite relataba que la encontraron junto a su familia y otro grupo de personas que también estaba escapando. Y luego los llevaron a las reducciones de Francisco Muñiz y Bartolomé de las Casas.
En esta última funcionó también el Internado para Niños José de San Martín, que manejaba un grupo de monjas y un capellán, institución destinada a impartir instrucción católica, disciplina y “pautas para el trabajo”. A sus ochenta y tantos años, Qadeite aún recordaba con angustia la imagen de su mamá forcejeando con las monjas para evitar que se llevaran a su hermanito.
“Cuando escapamos (de la Reducción) fuimos a lo de un señor que siembra algodón y ahí quedó toda la familia. Y ya después fuimos de un sembrado a otro. Toda la vida fue un peregrinar de un patrón de otro, de una cosecha a otro. Nunca más fuimos libres”.
Más de sesenta años después, eso contaba Qadeite a escasos kilómetros del epicentro de la matanza. Terreno donde no hace falta agudizar demasiado la visión para observar los pozos que indican las fosas comunes ni rasgar demasiado el polvo para que salgan a superficie los restos de las víctimas masacradas.
Una mujer tierna y valiente, que les cantaba a sus bisnietas mientras tejía sus yicas, que de a poco pudo recomponer los relatos del horror, y que tenía clarísima la ferocidad y la violencia de un Estado que nunca –ni siquiera- le pidió perdón.
Su hija, Noolé (o Cipriana Palomo, según el documento) es titular del Consejo de Mujeres de Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá, una organización que reúne distintas comunidades de la provincia de Formosa y logró el reconocimiento del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI).
Qadeite falleció en septiembre de 2015, unos meses después
de la partida de Setkoki´en (Melitón Dominguez), otro activo sobreviviente de
la masacre.
El año pasado fue el turno de Salqoe (Pedro Palavecino), un anciano que siempre
instaba a seguir en la lucha por la verdad y la justicia. “Falta seguir, porque
muchos no saben. Y porque todavía duele”, decía.
Y hace un mes murió Ni´daciye (Solano Caballero) que en diciembre del año pasado llegó hasta la Ciudad de Buenos Aires desde su Formosa natal para dar testimonio.
“Tengo 97 años y no olvido. Yo no olvido esta causa. ¿Por qué? Porque ahí está la sangre, ahí están los huesos, ahí en la tierra. Este es mi dolor. No es chiquito. Es grande, está arriba este dolor para mí. Pero estoy contento de llegar acá, a ustedes. Pero la justicia tiene que ser grande, porque pasaron muchos años”.
En 2005, la Federación Pilagá denunció al Estado por esta masacre. Inició un juicio civil y otro penal. Los ancianos y ancianas sobrevivientes van muriendo en el olvido y sin respuestas del Estado.
Genocidios de segunda
Este 10 de octubre a las 17, la Federación realizará un acto por la conmemoración de los 70 años de esta masacre en la comunidad indígena de Oñedié, Ruta 28 Norte en intersección con la Ruta Nacional 81, Las Lomitas. Entre otras cosas, esa tarde se inaugurará un memorial en honor a las víctimas y sobrevivientes de la masacre, realizado por el artista plástico Ulises González, integrante de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina.
¿Cuántos organismos de derechos humanos les mandarán sus adhesiones? ¿Cuántas figuras públicas acompañarán ese día al Pueblo Pilagá? ¿Cuántos medios de comunicación destinarán amplias coberturas a esta masacre impune? ¿En cuántas escuelas recordarán este hecho histórico? ¿Y por qué hay dolores que conmueven más que otros?
Porque hasta tanto no comprendamos que esa víctima indígena se me parece, hasta tanto no podamos sentir el dolor de esas comunidades como propio, hasta tanto no nos conmueva cada conflicto y cada represión, ese proceso social genocida sigue vigente.
Un genocidio indígena sobre el cual se constituyó este Estado Nación que cree haber “bajado de los barcos” y aún hoy sigue negando que sometió a la población originaria a campos de concentración, violaciones sistemáticas, reparto forzado, trabajo semiesclavo, separación familiar, expulsión de territorios, cambio de nombres, imposición de la religión católica y eliminación física.
Porque participamos –sin siquiera saberlo- de dinámicas de circulación de estos discursos que permitieron perpetrar un genocidio, que se sostuvieron a lo largo de los años y que, desde la desaparición forzada de Santiago Maldonado, han tenido un salto exponencial de racismo.
El genocidio no sólo opera a través de las fuerzas militares, sino que lo hace a través del discurso dominante, del sentido común, de los medios de comunicación, de los libros de historia, de los museos, de los actos escolares.
Reconocer, asumir y trabajar ese genocidio originario nos permitirá entender cómo se construyen y legitiman las demandas actuales; y por qué aún hoy la reunión de sujetos indígenas en el espacio público sigue permitiendo desplegar toda la fuerza de los aparatos represivos del Estado ante la latencia de un malón que siempre se actualiza.
Por eso, en el 70º aniversario de una de las masacres crueles del siglo XX, Qadeite, Salqoe, Setkoki´en, Ni´daciye y todo el Pueblo Pilagá merecen que nunca deje de exigirse memoria, verdad y justicia por las víctimas y sobrevivientes de Rincón Bomba.
(*) Luciana Mignoli es periodista e integrante de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina.
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