Desobediencia, por tu culpa voy
a sobrevivir
Por Maria Galindo
Tengo coronavirus, porque aunque parece ser que la
enfermedad aún no ha entrado por mi cuerpo, gente amada la tiene; porque el
coronavirus está atravesando ciudades por las que he pasado en las últimas
semanas; porque el coronavirus ha cambiado con un trinar de dedos como si de un
milagro, una catástrofe, una tragedia sin remedio se tratara, absolutamente
todo. Donde pises está, donde llegas ha llegado antes y nada se puede hoy
pensar, ni hacer, sin el coronavirus entre medio. Parece ser que no solo yo tengo
coronavirus, sino que lo tenemos todas, todes, todos; todas las instituciones,
todos los países, todos los barrios y todas las actividades.
Lo que está claro es que el coronavirus, más que una
enfermedad, parece ser una forma de dictadura mundial multigubernamental
policíaca y militar.
El coronavirus es un miedo al contagio.
El coronavirus es una orden de confinamiento, por muy
absurda que esta sea.
El coronavirus es una orden de distancia, por muy imposible
que esta sea.
El coronavirus es un permiso de supresión de todas las
libertades que a título de protección se extiende sin derecho a replica, ni
cuestionamiento.
El coronavirus es un código de calificación de las llamadas
actividades imprescindibles, donde lo único que está permitido es que vayamos a
trabajar o que trabajemos en teletrabajo como signo de que estamos viv@s.
El coronavirus es un instrumento que parece efectivo para
borrar,minimizar, ocultar o poner entre paréntesis otros problemas sociales y
políticos que veníamos conceptualizando. De pronto y por arte de magia
desaparecen debajo la alfombra o detrás del gigante.
El coronavirus es la eliminación del espacio social más
vital, más democrático y más importante de nuestras vidas como es la calle, ese
afuera que virtualmente no debemos atravesar y que en muchos casos era el único
espacio que nos quedaba..
El coronavirus es el dominio de la vida virtual, tienes que
estar pegada a una red para comunicarte y saberte en sociedad.
El coronavirus es la militarización de la vida social.
Es lo más parecido a una dictadura donde no hay información,
sino en porciones calculadas para producir miedo.
El coronavirus es un arma de destrucción y prohibición,
aparentemente legítima, de la protesta social, donde nos dicen que lo más
peligroso es juntarnos y reunirnos.
El coronavirus es la restitución del concepto de frontera a
su forma más absurda; nos dicen que cerrar una frontera es una medida de
seguridad, cuando el coronavirus está dentro y el tal cierre no impide la
entrada de un virus microscópico e invisible, sino que impide y clasifica los
cuerpos que podrán entrar o salir de las fronteras.
El espacio Schengen, que es desde donde se ha propagado el
coronavirus a esta parte del mundo, donde habito, cierra su frontera a la
circulación de cuerpos por fuera de ese espacio y cumple por fin el sueño
fascista de que l@s otr@s son el peligro.
El coronavirus podría ser el holocausto del siglo XXI para
generar un exterminio masivo de personas que morirán y están muriendo, porque
sus cuerpos no resisten la enfermedad y los sistemas de salud las, les y los
han clasificado bajo una lógica darwiniana como parte de quienes no tienen
utilidad y por eso deben morir.
Aparecen los millones de euros de salvataje de sus economías
coloniales para solventar alquileres, facturas de servicios, sueldos, cuando a
toda esa masa proletarizada se le venía recortando el cielo, diciendo que no
había de dónde pagar la deuda social. Ahora que les tienen muertos de miedo,
obedientes y recluidos, les premian con el dulce consuelo de que solventarán
sus cuentas, después de haber solventado las que importan, que son las de las
corporaciones y los Estados.
“Socialistas” como los que gobiernan España, hablan de una
guerra que vamos a vencer todos juntos. Les gusta la palabra, creen que sirve
para hacer cuerpo y hacer de la enfermedad el supuesto enemigo ideal que nos
una. Nada más fascista que declarar una guerra contra la sociedad y contra la
democracia aprovechando el miedo a la enfermedad. Nada más fascista que hacer
de las casas de la gente sus cárceles de encierro. Nada más neoliberal que
proclamar el sálvese quien pueda como solución tutelada.
¿Y qué pasa cuando el coronavirus traspasa la frontera y
llega a países como Bolivia?
Empecemos por decir que acá al coronavirus le esperaba ya en
la puerta el dengue, que viene matando en el trópico –sin titulares en los
periódicos– a las gentes malnutridas, a las wawas, a quienes viven en las zonas
suburbanas insalubres. El dengue y el coronavirus se saludaron, a un costado
estaba la tuberculosis y el cáncer que en esta parte del mundo son sentencias
de muerte.
Los hospitales construidos la mayor parte a inicios el siglo
XX con el auge del estaño y posteriormente modernizados, en los años setenta
del siglo pasado, con el auge del desarrollismo, son mamotretos que colapsaron
hace rato y donde la mala costumbre de curar a la gente siempre pasó por cuánto
dinero tienes para pagar los medicamentos, todos importados e impagables.
Entra el coronavirus y llega en aviones, no de turistas,
sino de nuestras exiliadas del neoliberalismo que han construido puentes de
afecto que hace que vengan a visitar a extraños que llaman hijos, hermanos o
padres.
Llegan con regalos y con cuerpos infectados, pero la
enfermedad no solo llega en sus cuerpos llega en primera clase también, llega
porque tiene que llegar, así de simple. Parece increíble que tengamos que
apelar al sentido común y tengamos que decirles que las fronteras no se pueden
cerrar, igualito que no se puede poner techo al sol, ni muro a las montañas, ni
puertas a la selva.
Llegó por mil lugares, pero fue el cuerpo de una de nuestras
exiliadas del neoliberalismo el estigmatizado y maltratado como “la portadora”,
aunque ella y no otros hayan sido y sean quienes mantienen a este país. Los
parientes de los enfermos se organizan para no dejar que se la hospitalice por
el pánico, porque antes de que llegue el coronavirus en un cuerpo, había
llegado en forma de miedo, de psicosis colectiva, de instructivo de
clasificación, de instructivo de alejamiento.
El orden colonial del mundo nos ha convertido en idiotas que
solo podemos repetir y copiar. Privadas y privados de pensar, en el caso
boliviano la presidenta decide copiar pedazos del discurso y medidas del
presidente de España y leyendo en telepronter lanza un paquete de medidas como
si estuviera sentada en Madrid y no en La Paz. Habla de guerra que hay que
ganar juntos y de los empresarios con los que concertará y lanza un toque de
queda y prohibiciones en colecciones.
Lo único diferente en su discurso es el recurso de la
cooperación internacional, la conocida mendicidad en la que nos revolcamos para
que nos donen desde barbijos hasta ideas, una vez que les hayan sobrado.
Lo único diferente en su discurso es que acá no hay
excedente, ni miles, menos millones de euros con que pagar ninguna cuenta. Acá
la sentencia de muerte estaba escrita antes de que el coronavirus llegara en
avión de turismo.
Mientras espero una epifanía que nos esclarezca lo que
tenemos que hacer y que estoy segura entrara por el cuerpo débil y febril que
nos la revelara, mientras me dedico con mis hermanas a desobedecer la
prohibición de fabricar gel casero y lo hacemos para vender, porque también
tenemos que sobrevivir; mientras rebusco mis libros de medicina ancestral para
producir una fricción respiratoria antiviral, como las que hacíamos cuando
Mujeres Creando era una farmacia popular en una zona periférica de la ciudad,
pienso en el absurdo.
¿Ya que hay toque de queda, quedan prohibid@s de subsistir
tod@s quienes viven de trabajar en la noche?
La sociedad boliviana es una sociedad proletarizada, sin
salario, sin puestos de trabajo, sin industria, donde la gran masa sobrevive en
la calle en un tejido social gigante y desobediente. Ni una sola de las medidas
copiadas se ajusta a nuestras condiciones reales de vida, no solo por las
deudas, sino por la vida misma. Todas y cada una de esas medidas copiadas de
economías que nada tienen que ver con la nuestra, no nos protegen del contagio,
sino que nos pretenden privar de formas de subsistencia que son la vida misma.
Nuestra única alternativa real es repensar el contagio.
Cultivar el contagio, exponernos al contagio y desobedecer
para sobrevivir.
No se trata de un acto suicida, se trata de sentido común.
Pero quizás en ese sentido común esté todo el sentido más
potente que podemos desarrollar.
¿Qué pasa si decidimos preparar nuestros cuerpos para el
contagio?
¿Qué pasa si asumimos que nos contagiaremos ciertamente y
vamos a partir de esa certidumbre procesando nuestros miedos?
¿qué pasa si ante la absurda, autoritaria e idiota respuesta
estatal al coronavirus nos planteamos la autogestión social de la enfermedad,
de la debilidad, del dolor, del pensamiento y de la esperanza?
¿Qué pasa si nos burlamos de los cierres de fronteras?
¿Qué pasa si nos organizamos socialmente?
¿Qué pasa si nos preparamos para besar a los muertos y para
cuidar a las vivas y los vivos por fuera de prohibiciones, que lo único que
están produciendo es el control de nuestro espacio y nuestras vidas?
¿Qué pasa si pasamos del abastecimiento individual a la olla
común contagiosa y festiva como tantas veces lo hemos hecho?
Diran una vez mas que estoy loca, y que lo mejor es obedecer
el aislamiento, la reclusión, el no contacto y la no contestación de las
medidas cuando lo mas probable es que tu, tu amante, tu amiga, tu vecina, o tu
madre se contagien.
Diran una vez mas que estoy loca cuando sabemos que en esta
sociedad nunca hubo las camas de hospital que necesitamos y que si vamos a sus
puertas ahí mismo moriremos rogando.
Sabemos que la gestión de la enfermedad será maormente
domiciliaria, preparémonos socialmente para eso.
¿Qué pasa si decidimos desobedecer para sobrevivir?
Necesitamos alimentarnos para esperar la enfermedad y
cambiar de dieta para resistir.
Necesitamos buscar a nuestr@s kolliris y fabricar con ellas
y ellos esos remedios no farmacéuticos, probar con nuestros cuerpos y explorar
qué nos sienta mejor.
Necesitamos coquita para resistir el hambre y harinas de
cañahua, de amaranto, sopa de quinua. Todo eso que nos han enseñado a
despreciar.
Que la muerte no nos pesque acurrucadas de miedo obedeciendo
órdenes idiotas, que nos pesque besándonos, que nos pesque haciendo el amor y
no la guerra.
Que nos pesque cantando y abrazándonos, porque el contagio
es inminente.
Porque el contagio es como respirar.
No poder respirar es a lo que nos condena el coronavirus,
más que por la enfermedad por la reclusión, la prohibición y la obediencia.
Me viene a la mente Nosferatu que en una inolvidable escena,
cuando ya la muerte es inminente y la peste encarnada en ratas ha invadido todo
el pueblo, se sientan tod@s en una gran mesa en la plaza a compartir un
banquete colectivo de resistencia. Así que nos encuentre el coronavirus, listas
para el contagio.
Edición Helen Álvarez — Periodista *Integrante de Mujeres Creando
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