La clave para atacar la violencia es entenderla: ¿de dónde
viene? ¿Cómo se reproduce? ¿Cómo lidiar con ella? Y un nuevo enfoque para
conseguirlo es preguntar a quienes la protagonizan.
Varias personas se abrazan después de un tiroteo que causó
23 muertos en un bar en Veracruz (México) el pasado agosto.
Soy del norte de México, una de las
regiones más afectadas por la violencia del narco durante la guerra contra el
narcotráfico. Entre 2008-2012 mi ciudad vivió una de las épocas más inciertas y
violentas en su historia. Las balaceras, enfrentamientos entre cárteles y
militares, que empezaron como acontecimientos esporádicos, terminaron siendo
eventos frecuentes. Sucedían a plena luz del día y en cualquier lugar de la
ciudad. A mí me tocó presenciar un tiroteo justo a un costado de la universidad
donde daba clases. Tuvimos que cerrar las puertas y aplicar el protocolo de
seguridad diseñado para enfrentar estos eventos. Mis amigos y familiares
vivieron experiencias similares. Algunos fueron testigos de las balaceras desde
sus automóviles y otros desde sus casas.
Junto con la creciente violencia, el cártel de Los Zetas
empezó a extorsionar a los negocios locales. Si no pagaban su “derecho de
piso”, atacaban su negocio o les secuestraban a algún familiar.
Poco a poco los negocios fueron cerrando y la paranoia
aumentó debido a los mensajes que los narcos mandaban por redes sociales: “Esta
noche no salgan porque va a haber balazos”. Algunas veces estas amenazas
resultaban ciertas.
Los entrevistados tampoco se ven como criminales
sanguinarios, como se les representa en las películas. Los participantes se autodefinen
como agentes libres que decidieron trabajar en una industria ilegal, pero
también se definen como personas “desechables”.
Este sentimiento de marginación, sumado a su problema de
adicción a las drogas y la falta de un propósito general de vida, hace que
valoren poco sus vidas y que la muerte, en cambio, sea vista como un alivio.
Este es un tema clave a considerar en el diseño de políticas
públicas. Una tarea central es evitar que más niños y jóvenes se sientan
desechables.
Mi investigación revela cómo los participantes reproducen el
discurso binario del Gobierno. Se autodefinen como “ellos”, los marginados de
la sociedad. No se consideran “nosotros”, parte de la sociedad civil. También
reproducen la ética individualista que permea México desde la entrada del
neoliberalismo a fines de los 80. Esta ética es un arma de doble filo: no
culpan al Estado o a la sociedad por su condición de pobreza, pero tampoco
sienten remordimiento por sus crímenes. Consideran que ellos tuvieron “la mala
suerte” de nacer pobres y marginados y sus víctimas tuvieron “la mala suerte”
de caer en sus manos. Su lógica es simple: “Cada quien que se rasque con sus
propias uñas”.
La pobreza, condición fija e inevitable
Al analizar las entrevistas de mis participantes,
identifiqué un conjunto de regularidades e ideas asumidas como verdades, a las
cuales denomino discurso del narco.
El discurso del narco produce un significado de la pobreza
tajante. Se asume que la gente pobre no tiene futuro y por lo tanto no tiene
nada que perder. Como lo aseguró uno de mis entrevistados (Wilson): “Yo sabía
que iba a crecer y morir en la pobreza y solo le preguntaba a Dios: ¿Por qué
yo?”. La pobreza se naturaliza, se entiende como una condición inevitable sin
señalar responsables. Se da por sentado que “alguien tiene que ser pobre”
(Lamberto) y que “no puedes hacer nada para evitarlo” (Tabo).
Esta visión de pobreza implica una visión individualista del
mundo: los individuos son responsables por su desarrollo económico y social.
“Yo sabía que estaba solo, si quería algo lo tenía que obtener por mí mismo”
(Rigoleto).
La lógica del discurso del narco desde el punto de vista de
la pobreza es que los individuos están solos y por lo tanto impera “la ley del
más fuerte” (Yuca). Así también lo explica Cristian: “En mi barrio todos
sabíamos las reglas: el que se duerme pierde. Esa era la ley. Tienes que ser rudo,
violento, uno se tiene que cuidar porque nadie lo va a hacer por ti”.
El discurso del narco asume que los niños y jóvenes
inevitablemente serán drogadictos y pandilleros: “Cuando creces en un barrio
pobre ya sabes que en algún punto te convertirás en drogadicto” (Palomo).
Igualmente, las pandillas, que implican vandalismo y violencia diaria, son
construidas como “la única manera de sobrevivir a la violencia en las calles”
(Piochas). Por lo tanto, se da por sentado que estos jóvenes no tienen futuro y
por eso son desechables: “Cuando eres drogadicto te ves a ti mismo como nada,
peor que basura… ¿a quién le va a importar la vida de un pobre drogadicto?”
(Palomo).
La muerte temprana de estos jóvenes también se percibe como
inevitable: “Cuando ves tantos de tus compañeros morir en peleas, de una
sobredosis, balaceados por la policía, tú piensas que ese también es tu futuro”
(Tigre). De esta manera, se asume que el destino de los jóvenes pobres es
fatal: “Siempre pensé que mi destino era morir, ya sea de una sobredosis o por
una bala” (Pancho).
Bajo esta lógica, una de las pocas maneras de disfrutar la
vida es a través del consumo de productos de lujo y la única manera de acceder
a ellos es a través del “dinero fácil” que les proporciona “la vida fácil”. La
vida fácil es el trabajo en el narcotráfico. La felicidad dada por el dinero
fácil se entiende como efímera pero que merece la pena, porque se asume que “en
este mundo, sin dinero no eres nadie” (Canastas). Se reconocen los peligros:
“Un día puedes estar en un restaurante lujoso rodeado de mujeres hermosas, pero
al día siguiente puedes despertar en un calabozo” (Ponciano). Así pues, la vida
fácil se tiene que vivir rápido y al máximo: “Mi meta era disfrutar cada día
como si fuera el último. No escatimaba en nada. Me compraba las mejores trocas
(camionetas), los mejores vinos y tenía las mejores mujeres” (Jaime).
Violencia, machismo y la fantasía del parricidio
El discurso del narco también produce la idea de que “un
hombre de verdad” tiene que ser agresivo, violento y mujeriego.
Los participantes se referían a los barrios pobres como “la
jungla” haciendo alusión a la ley del más fuerte. La violencia física es
esencial para sobrevivir, literalmente.
El discurso del narco resalta un aspecto clave de la
violencia: es aprendida. Los hombres no nacen, se hacen violentos. Como lo
explica Jorge: “Cuando era niño, los niños más grandes me pegaban, se
aprovechaban de mí porque estaba solo. Yo no era violento… pero tuve que
volverme violento, más violento que ellos. Lo tienes que hacer si quieres
sobrevivir en las calles”.
En “la jungla” los hombres también sobreviven por tener una
cierta reputación. Se asume que el “hombre de verdad” es heterosexual,
mujeriego, “bueno para la parranda, las drogas y el alcohol” (Dávila).
En este discurso también se reconoce que, a diferencia de
las mujeres, el hombre de verdad no puede mostrar sus miedos, sus emociones y
debilidades, y la mejor manera de hacerlo es demostrar fuerza y dominio en
todos los territorios: en la pandilla, en las peleas con pandillas rivales y en
sus casas, con sus familias.
En las entrevistas un tema recurrente fue el rencor que los
participantes sentían en contra de sus padres. De hecho, 28 de los 33
entrevistados admitieron que en algún punto de sus vidas su mayor ilusión era
matar a sus padres. La violencia doméstica y de género son las primeras
experiencias de vida de estos participantes. Todos coinciden en que su mayor
frustración era ver como sus padres golpeaban y abusaban de sus madres
constantemente. Este tema es una constante en las narrativas, no solo cuando se
abordó su niñez sino también cuando se tocaron temas de drogadicción, violencia
y su incursión en el crimen.
Para algunos participantes, la fantasía de matar y hacer
sufrir a sus padres era su mayor motivación para trabajar en el narco. Por
ejemplo, Rorro explicó que “cuando era niño no tenía ilusiones, o planes para
el futuro, mi único pensamiento era matar a mi padre cuando fuera grande… lo
quería cortar en pedacitos” y ser parte del narco le otorgaba esta oportunidad.
Ponciano también señala que cuando le tocaba torturar personas se imaginaba que
la persona era su padre “y los hacía sufrir con más ganas, como él nos hizo
sufrir a nosotros”.
Las fantasías de los participantes sobre matar a sus padres
son similares, todos coinciden en que los querían hacer sufrir, querían cobrar
venganza no por su sufrimiento, sino por el de sus madres. Notablemente, todos
también coinciden en que llegada la oportunidad no pudieron cumplir su
fantasía. Facundo lo explica así: “Si hubiera querido, lo hubiera matado. Tenía
docenas de sicarios trabajando para mí. Si hubiera querido… lo hubiera podido
ver sufrir bajo tortura. Pero no pude… así que le dije: vete lejos de aquí, que
no te vea. Si te vuelvo a ver te mato”.
¿Qué podemos aprender en América Latina?
Las causas del crimen y violencia en América Latina son
similares. Independientemente del tipo de violencia, de narcotráfico, militar,
de guerrillas o de maras, a mi parecer hay dos ejes transversales: la pobreza y
las masculinidades tóxicas (el machismo). Las experiencias de vida diaria de
aquellos que viven en pobreza son el caldo de cultivo para todo tipo de
violencia (doméstica, de género, de pandillas). Todo esto enmarcado por un tipo
de violencia invisible, y pocas veces reconocida, la violencia estructural del
Estado.
Académicos, políticos y sociedad civil tenemos que entender
y aprender de estas experiencias. A pesar de que se reconoce a la pobreza como
madre de todos los males, nosotros no sabemos lo que significa vivir en
pobreza. El problema de la violencia únicamente se puede minimizar y evitar si
se entiende y ataca localmente. Cada región, cada barrio, tiene problemas y
necesidades específicas. Las políticas públicas diseñadas en masa no
funcionarán. Y tal vez este es el gran problema, la solución de raíz al
problema de la violencia no ofrece grandes recompensas a los políticos.
Igualmente, las masculinidades dominantes en nuestros países
no solo justifican, sino que incentivan la violencia. La solución a los
problemas en la región invariablemente es la agresión y políticas de seguridad
militarizadas. Las políticas no violentas no son una opción hasta ahora en
nuestros países porque el machismo y la violencia están institucionalizados.
La clave para atacar la violencia es entenderla: ¿de dónde
viene? ¿Quién la justifica y cómo? ¿Cómo se reproduce? ¿Cómo se ha lidiado con
ella? Para contestar estas preguntas, necesitamos un enfoque interdisciplinario
y la disposición de nuestros Gobiernos a escuchar.
Lo que más urge es un cambio de paradigma: que los militares
regresen a los cuarteles, que los problemas complejos se empiecen a resolver
localmente (aunque eso no les otorgue medallitas a los políticos) y dejar a un
lado el discurso binario que justifica la muerte de “ellos”, el cual solo
alimenta su indiferencia hacia “nosotros”.
Autores:
Ángel Hernández/AFP
Karina García Reyes (The Conversation)
https://elpais.com/elpais/2020/01/09/planeta_futuro/1578565039_747970.html
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