El agua maltratada
Si uno recorre los ardientes pedregales o arenales
del Sahara, del Rub’al Khali en Arabia o del Gobi en Asia, puede olvidarse del
planeta en que vive. Con una humedad del 10%, una pluviosidad inexistente y
temperaturas de más de 50 C°, los desiertos continentales de La Tierra,
carentes de agua, son sitios aparentemente inhóspitos para la vida. Pero aún en
estos lugares, en donde parece que ningún organismo pudiera vivir o
reproducirse, las marcas de la vida se hallan por doquier. Apenas caen unos
pocos milímetros de agua crecen millones de pequeñas plantas, que maduran,
florecen y mueren, lanzando sus semillas al aire o la tierra, en espera de una
nueva lluvia, tal vez dentro de 20 o 30 años.
Además de estos añosos desiertos, hay otros de
reciente creación y factura humana. Ellos se han desarrollado en los viejos
campos de pastoreo y sembradíos, y en los bosques. La tierra maltratada no es
capaz de proveer nutrientes y sustento para hierbas o arbustos. Calcinada y
reseca, espera que lleguen los primeros chubascos.
Cuando por fin caen las lluvias intensas, el agua
escurre y se arremolina llevándose consigo semillas y partículas hacia las
depresiones y los valles donde siembra destrucción e incertidumbre. Las aguas
fluviales, que acostumbraban saciar la sed y alimentar a los pueblos de sus
riberas, ahora sólo producen devastación. Se derrumban los diques, se inundan
los campos, se tapan los canales, se pierden los cultivos, se ahogan ganados y
personas.
El agua que da la vida,
también es capaz de traer la muerte. Del libro "Sequìa en un mundo de agua", D.Antón, Piriguazú Ediciones
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