viernes, 6 de abril de 2018

Prólogo del libro "Los Pueblos del Jaguar"  

Ellos están aquí. Por todas partes. En las costas del arroyo Salsipuedes, en la sierra de Carapé y hasta en las calles de Montevideo cuando cae la noche más profunda. Presentes en las lluvias vivificadoras del verano. En los atardeceres de las lunas nuevas. En las aguas del río Uruguay y en las cascadas que bajan de cerros y cuchillas. En el oleaje que golpea las rocas a orillas del mar-océano. En las copas de talas y coronillas. En el brillo plateado de las tarariras. Y adentro de nosotros mismos. Especialmente adentro de nosotros mismos, inolvidablemente iluminados dentro del enjambre de sentimientos y recuerdos.
A veces da la impresión que están dormidos, como ausentes. Y entonces, parecería que este país pudiera ser dividido en propiedades, vendido y comprado, que los únicos modos normales de vivir debieran de estar basados en el desapego y la ansiedad.
En ocasiones se despiertan. Tal vez después del chubasco de febrero o cuando se pone el sol formando llamaradas. A veces se asoman en el disco blanco de la luna llena y nos observan detenidamente enmarcados en el gran halo ceniciento.
Entonces reaparecen. Son los espíritus renacidos de la tribu muerta. Son muchos. Algunos vienen de tiempos muy antiguos. Otros aparentan una muerte reciente, todavía con un hálito de aliento en sus semblanzas.
Es difícil darse cuenta si están tristes o alegres. Los espíritus no lloran ni sonríen de la misma manera que los vivos.
Por eso quienes no los conocen bien, piensan que están tristes. En cierto modo, parecería lógico suponer, que al recordar el pasado de su muerte injusta deberían derramar lágrimas de pesar e incluso implorar venganza.Por alguna razón que no puedo explicar, siento que no es así. Que no están ni tristes ni apesadumbrados. Que no albergan odios en sus entrañas.
Pienso que a pesar de todo lo que pasó, desde el monte, desde el viento o desde el río, los charrúas nos sonríen cada día.
Sonríen cuando sale el sol, cuando el cielo se vuelve más celeste y se iluminan las nubes altas con reflejos amarillentos y ondulados.
Sonríen cuando nacen los pichones de teru teru o llegan las bandadas de patos para pasar un nuevo invierno.
Sonríen cuando florecen el ceibo y la acacia de bañado y cuando grazna el pájaro urú.
Sonríen al ver su tierra-madre llena de vida renovada.
Y sonríen cuando los habitantes actuales del paisaje se deciden a amarlo un poco más intensamente cada día.
Y henos aquí, pensando e imaginando ese pasado que no es tal, pidiendo ayuda a nuestros abuelos charrúas para buscar caminos nuevos. La sabiduría de cientos de generaciones no se perdió totalmente. De alguna manera está muy cerca nuestro. Basta saber verla. Y en esta tarea necesitamos de la tribu muerta. Las mujeres y los hombres sabios de la Sierra de las Ánimas, las plantadoras de maíz del Hum, los pescadores de Arazatí y los luchadores inmolados en Salsipuedes nos van a respaldar porque saben que, al igual que ellos, amamos esta tierra. Como decía el viejo jefe Sealth “Los muertos no están faltos de poder»”. Todos nosotros, y ellos, queremos que reviva nuestro suelo. Que vuelen nuevamente las águilas cimarronas hasta el horizonte de las lomas. Que en primavera florezca el macachín. Que el agua clara llene ríos y lagunas.
Queremos un futuro de praderas verdes, de lluvias de purificación y de amaneceres despejados.
Un futuro de luz, de naturaleza, de verdor.
Y a ustedes, abuelas y abuelos, hermanas y hermanos, queridos Guyunusa, Venado, Zapicán, Polidoro, Vaimaca Pirú, Senaqué, Sepé, Tacuabé, muchachas minuanes de las costas arenosas del Para Guazú, guerreros de la estirpe del bohán, niñas y niños que nunca llegaron a ser grandes. Aquí estamos por fin los uruguayos. Todos. Yaros, criollos, minuanes, africanos de América, charrúas, chanáes, guaraníes. Los uruguayos de todos los tiempos, juntos para defender la vida aquí, en esta tierra, que es a la vez nuestra cuna y nuestra tumba.


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