martes, 15 de agosto de 2017

El Uruguay Guazú

(Capítulo 2 de la novela histórica "De todas partes vienen")

Los pueblos misioneros de las reducciones jesuíticas habían tenido una existencia tranquila desde la derrota de los bandeirantes por el ejército del cacique Abiarú en 1641. En esa oportunidad los guaraníes de las Misiones estaban armados de lanzas, chuzas, cañones de tacuara, unas pocas armas de fuego y abundantes municiones, y aún así, vencieron a los esclavistas que estaban mucho mejor pertrechados..
Este triunfo, que despejó las tierras guaraníes de invasores indeseados permitió la fundación de varias misiones en la costa oriental del río Uruguay.
Una de las misiones más importantes, que a mediados del siglo XVIII tenía más de 3,000 habitantes, fue San Francisco de Borja que luego habría de ser conocida simplemente como San Borja (o São Borja luego de la ocupación portuguesa).
María Ñangacatú era una joven guaraní oriunda de la misión jesuítica de San Lorenzo que había emigrado a San Borja en la niñez (1740) junto con su familia.
El padre de María, de nombre Benito, era tropero o camilucho, como acostumbraban llamarlos en las reducciones jesuíticas. Había arriado tropas desde San Lorenzo a San Borja durante varios años, hasta que se le pidió que participara en las arriadas desde las vaquerías del mar a Yapeyú y San Borja.                       
En esa nueva tarea había que tropear miles de cabezas por más de cien leguas cruzando numerosos ríos y arroyos. Benito estaba capacitado para hacerlo. Era un hombre con larga experiencia y gran habilidad para manejar haciendas cimarronas.
Desde que había llegado a San Borja y fuera encargado de las larguísimas tropeadas, Benito Ñangacatú partía por períodos de varios meses rumbo al lejano Pará. Mientras tanto su familia permanecía en la Misión.

Los hijos de Benito cumplían diferentes tareas en la reducción. María ayudaba en las labores de la cocina y sus tres hermanos varones trabajaban en las  huertas del pueblo.
Todo parecía normal en San Borja y los guaraníes misioneros proseguían su vida sin mayores contratiempos. Continuó así la vida en paz y tranquilidad por bastante tiempo.
Sin embargo, pronto llegó una noticia que pareció amenazar dicha situación de sosiego provocando alarma general entre los pobladores. Y ello ocurrió no solo en San Borja, sino también en las otras reducciones jesuíticas de la Banda Oriental.
Los reyes de España y Portugal habían acordado rectificar los límites de sus esferas de influencia en el sur de América. La gravedad de dicho  acuerdo era que por el mismo se establecía que los siete pueblos misioneros al este del río Uruguay pasarían a poder de Portugal.
Para los guaraníes cristianizados de las Misiones este cambio de jurisdicción política implicaba que quedarían otra vez a merced de los bandeirantes esclavistas. Y evidentemente, apenas se establecieran las nuevas fronteras vendrían otra vez los bandeirantes con todo lo que su llegada podía representar. El recuerdo de las vejaciones sufridas en tiempos pasados cuando miles de guaraníes misioneros habían sido secuestrados en las reducciones jesuíticas y vendidos como esclavos en São Paulo todavía estaba presente en la memoria de las comunidades misioneras.
Si bien los españoles no se caracterizaban por el respeto de los derechos de los pueblos indígenas, el comportamiento de la corona de Portugal había sido mucho peor, otorgando a las huestes de aventureros total inmunidad para el secuestro y la violación de los poblados aborígenes, incluso aquellos que estaban organizados bajo la éjida de la Compañía de Jesús.
Debemos recordar que el rol de los jesuitas en las Misiones era poco menos que nominal. Hacía tiempo que las autoridades efectivas en los pueblos eran los propios jefes nativos. 
Los guaraníes misioneros no podían aceptar este atentado a sus libertades mínimas.
Luego de consultas y reuniones decidieron no reconocer el tratado y desconocer la orden de desalojo. Los líderes de la rebelión eran Nicolás Ñeenguirú y Sepé Tiarajú. El primero de los nombrados fue declarado Nicolás I, rey de Paraguay.
La guerra se desencadenó en 1751. A medida que el alzamiento ganaba fuerza, se fueron incorporando otros pueblos nativos que estaban en rebelión desde hacía tiempo, los guaraníes cimarrones, los charrúas, los guanoás y otros, iban engrosando el ejército rebelde. Al cabo de pocos meses esta rebelión ya se había constituido en una verdadera confederación multiétnica y anti-imperial que habría de enfrentar a los ejércitos ibéricos para defender su libertad.
El conflicto duró cinco años. Las fuerzas confederadas establecieron su dominio en todo el territorio misionero al margen de las autoridades de Buenos Aires o Río de Janeiro.
El intento libertario llegó a su fin cuando las potencias ibéricas decidieron despachar un numeroso contingente militar.
Las fuerzas guaraníes y luso-españolas se enfrentaron a orillas del arroyo Caibaté.. (continúa)

Fragmento del capítulo 2 de la novela histórica "De todas partes vienen"  de Danilo Antón, Piriguazú Ediciones.


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