viernes, 28 de mayo de 2021

Las dificultades para atravesar el Tapón de Darién, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo

El Tapón de Darién, en Panamá, es uno de esos lugares donde el derecho a migrar recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos se da de bruces con la realidad: 100 kilómetros de selva plagada de grupos criminales que miles de migrantes se ven obligados a atravesar por sus propios medios en su huida de la violencia y la pobreza. Los esfuerzos de varias organizaciones y del Gobierno panameño han aliviado su sufrimiento, pero queda mucho por hacer y la pandemia no ha mejorado las cosas.

El camino que recorren los migrantes desde Colombia hasta Panamá atravesando el Tapón de Darién, una peligrosa selva de unos 100 kilómetros entre ambos países plagada de grupos criminales, es mortalmente peligrosa. Entonces, ¿por qué una persona asume semejante riesgo?

Yama Naimi, un migrante de origen afgano, dejó su país por la mala situación económica y la falta de seguridad. "Estuve en Colombia por mucho tiempo, pero como la situación está mal decidí hacer ese viaje con mi amigo", comenta.  

Este hombre es uno de los 11.300 migrantes que cruzó el Tapón de Darién y llegó a Panamá en el 2021. Estudió agricultura, administración de empresa y contabilidad, habla siete idiomas y cuenta con un gran sentido del humor, lo que seguramente le ayuda a soportar las adversidades.

Naimi se encuentra ahora en el campamento Lajas Blancas, en la provincia del Darién, donde el Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) alberga a quienes atravesaron la selva y buscan seguir hacia el norte. 

Hay 400 migrantes de diferentes nacionalidades –latinos,  caribeños, africanos y asiáticos–. Los relatos sobre lo que vivieron al cruzar el Darien son idénticos y parecen sacados de una película de terror: mujeres y niños que mueren intentando atravesar la selva, días sin comer, criminales disparando y robando lo poco que llevan o violencia sexual.

Muchos migrantes deciden emprender este viaje por motivos económicos, por la necesidad de garantizar una mejor calidad de vida a sus familias o, lo que es lo mismo, para escapar de las hambrunas y la pobreza extrema. Algunos llevan años migrando, viviendo un tiempo en cada país hasta que el trabajo se acaba y deciden seguir.

También los hay que huyen de conflictos armados y persecuciones de toda clase. Un dato alarmante: Unicef calcula que la cantidad de niños, niñas y adolescentes que emigran hacia el norte a través del Darién se ha multiplicado por más de 15 en los últimos cuatro años. Uno de cada cuatro migrantes es un niño o adolescente y el 50 % son menores de cinco años. 

El infierno de cruzar el Tapón del Darién, la región más intransitable y peligrosa de América Latina (que corta en dos la ruta Panamericana)

Esta crónica fue seleccionada como uno de los mejores 39 trabajos de periodismo narrativo que se publicaron en el mundo en 2018 (tres de ellos en español) y es finalista del True Story Award que se entregará en la ciudad de Berna, Suiza, el próximo 31 de agosto.

El Tapón del Darién es un bloque vegetal que se extiende en la frontera entre Panamá y Colombia. En este lugar, debido a la complejidad que plantea una selva impenetrable, se interrumpe la carretera Panamericana. Es considerado uno de los lugares más biodiversos del planeta. Sin embargo, su densa vegetación se ha convertido en el telón propicio para el paso irregular de migrantes y el narcotráfico.

BBC Mundo pasó siete días allí para relatar cómo es este lugar, que fue definido por el periodista estadounidense Jason Motlagh como "el pedazo de jungla más peligroso del mundo".

DÍA 1: METETÍ

El recorrido comienza en el mismo lugar donde para otros termina: en la entrada norte de la selva.

"Esto es un campo de concentración. Hace varios días que estamos aquí, no nos dejan salir y vivimos en las peores condiciones".

El que habla es Mohamed Nasser Al Humaikani. Delgado, de hablar suave y mirada dócil, alrededor de su cabeza orbitan decenas de moscas. Él las espanta con las manos, pero es un esfuerzo inútil. Los insectos regresan, dan varios giros y finalmente se posan sobre su piel sudorosa.

Mohamed es yemení.

A principios de agosto de 2017 fue sorprendido por efectivos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá, el Senafront, mientras atravesaba de sur a norte el Tapón del Darién, un bloque selvático de 575 mil hectáreas entre Colombia y Panamá.

Iba camino a Norteamérica y lo interceptaron después de que había deambulado por durante cuatro días a través del territorio espeso del tapón. Dice que se rindió debido al agotamiento y que se dejó llevar sin oponer resistencia hasta la base militar de Metetí, a unos 250 kilómetros al este de Ciudad de Panamá.

A 3.500 kilómetros de Estados Unidos y a casi cuatro veces esa distancia de su país natal.

Y desde entonces no ha podido continuar su viaje. En esta especie de embudo migratorio se encontró con otros seis compatriotas en su mismo estado.

Los yemeníes varados son solo un síntoma de una condición crónica.

En los últimos tres años, Panamá ha recibido desde Colombia una oleada de migrantes originarios de países tan diversos como Cuba, Haití, Bangladesh o Somalia, todos decididos a aventurarse por el Darién para llegar, muchos kilómetros después, a Estados Unidos.

El subcomisionado Jorge Gobea, coordinador de temas migratorios del Senafront, luce un poco joven para su condición de comandante. Es alto y su uniforme está limpio y prolijo como si acabara de salir de un desfile militar.

Detrás de él, bajo una enorme carpa blanca con suelo de tierra, deambulan unos 42 migrantes.

Son los huéspedes de este campamento que levantaron las autoridades panameñas para darles alimentación, alojamiento y primeros auxilios -además de registrar sus datos personales- y que bautizaron, muy en el estilo rimbombante de la burocracia latinoamericana, Estación Temporal de Auxilio Humanitario.

Aquí todos lo conocen como la "Etah".

De acuerdo a Gobea, la mayoría de los casos que recibieron en 2016, cuando marcaron la cifra récord de 27.000, fueron ciudadanos cubanos que querían aprovechar las ventajas de la política de "Pies secos, pies mojados", que les permitía recibir la residencia legal si lograban llegar a territorio estadounidense.

No lo haga. El Darién es el infierno"

Migrante ghanesa

Muchos expertos coinciden en que el viraje que dio Barack Obama en las relaciones con Cuba, a finales de 2014, tuvo que ver con ese éxodo masivo.

"Muchos cubanos me decían que sospechaban que con la nueva actitud diplomática de Obama los privilegios ganados durante el embargo se les iban a acabar. Y se apresuraron a utilizar la ruta del Darién antes de que fuera tarde", dice el diácono Víctor Berrío, presidente de la filial panameña de Cáritas, que atendió personalmente a los migrantes en la capital.

Gobea se abstiene de comentar sobre el asunto, pero sí nos dice que durante los momentos más complejos de la crisis a diario se encontraban entre 20 y 30 cubanos de a pie.

De acuerdo a la Dirección Nacional de Migraciones de Colombia, solo a dos ciudadanos yemeníes se les expidió un salvoconducto temporal en la ciudad de Turbo para salir del país hacia Panamá en 2016.

En 2017 fueron ocho.

La guerra contra las moscas

La Etah de Metetí está ubicada en los fondos del complejo militar.

Está rodeada por una valla metálica y dentro de la carpa hay tres hileras de literas cubiertas por colchones marchitos y sucios donde los migrantes pasan los días.

Aguardan por una respuesta mientras se esconden como pueden de un enemigo que ni siquiera tuvieron que sortear cuando estaban en la selva: las moscas.

Las golpean con toallas, pero son demasiadas. Algunos intentan inútilmente agarrarlas con golpes súbitos de las manos para lanzarlas contra la pared y quizás ahogar así la frustración de la espera.

Gobea se para frente a la audiencia que apenas le entiende y solicita a alguien que hable inglés. Mohamed se levanta y se acerca. Camina tan lento como habla.

La intención, le dice el comandante, es que cuente lo bien que ha sido tratado en Panamá.

Mohamed es el mediador entre los militares que los custodian y sus compatriotas, que se apeñuscan dentro de un solo grupo de literas convertido en refugio colectivo.

Todos son hombres, visten bluyines opacos, las camisetas con las que llegaron el primer día y que han lavado una y otra vez, y arrastraderas de goma cubiertas con colores vibrantes y moldeadas como réplicas de autos de carreras.

Uno de ellos, dice Mohamed, está bastante enfermo.

"Tiene fiebre. Y aquí nadie nos presta un servicio de salud adecuado. Apenas algunas pastillas", explica en murmullos, mientras deja al descubierto una protuberancia infectada que tiene su compañero en el tobillo izquierdo.

Antes de que estallara el conflicto en Yemen, Mohamed ejercía su profesión de médico general en Saná, la capital del país, y es gracias a ello que puede hablar otro idioma: la mayoría de los textos que debía aprenderse en la escuela de medicina estaban en inglés.

Pero sus compatriotas solo hablan árabe. Hacían de obreros o artesanos y no vivían en la capital, sino en otras localidades como Taiz, Al Hudaydah o Al Bayda.

Ahora miran a Mohamed con la expresión de quien ve el mundo acabarse allí, después de atravesar la selva y cuando el "sueño americano" parecía que estaba más cerca.

Además, se dirigen hacia un país donde el gobierno los rechaza: al comienzo de su mandato, el presidente de EE.UU., Donald Trump, impuso un veto migratorio a cinco países de mayoría musulmana, entre los que se encontraba Yemen.

¿Cómo llegaron hasta acá?, le pregunto a Mohamed.

"Yo volé hasta Ecuador, que es uno de los pocos países que no nos pide visa. Allí me encontré con varios de ellos", dice y señala una de las literas donde dos compañeros duermen la siesta bajo el zumbido constante del mosquerío.

"Después tomamos un bus hasta Turbo (Colombia) y allí nos adentramos en la selva para atravesarla".

¿Y cómo fue el paso por el Darién?, quiero saber.

Se pasa la camiseta por la cara para enjugar el sudor. La humedad bajo la carpa resulta asfixiante, pero es la mejor opción. Afuera el peso sol es sencillamente intolerable.

"Fueron los peores cuatro días de mi vida", responde sin dudarlo.

"No teníamos muchos recursos. Vi a la gente hundirse en el agua, porque querían cruzar los ríos pero no sabían nadar. Después me encontré con varios jóvenes, muy jóvenes, que lloraban desconsolados porque no podían más".

A los peligros que encierra el monte, donde cualquiera es blanco fácil de las serpientes o los jaguares, se suma la sigilosa operación de un cartel de tráfico humano cuyos alcances son difíciles de cuantificar.

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